jueves, 6 de diciembre de 2007

LOS SONIDOS DEL SILENCIO


Cuando uno está convalesciente y los huesos le resisten, lo mejor que puede hacer es distraerse y salir a deshumedecerse. Por eso fue que, el sábado último, cuando el Huije y Víctor (su marido chileno) llegaron al hogar para invitarme a una fiesta, acepté de inmediato. Y ya que estábamos, Anselmo se prendió a la partida con silla de ruedas incluída.

- Pero les advierto que se trata de una reunión muy particular... -advirtió el Huije.

- ¿Qué puede ser tan extraño, muchacho? A mi edad ya van quedando muy pocas cosas que me puedan sorprender.

Pero esta estaba entre esas pocas.

Se trataba de una fiesta de chicas y chicos sordos. Lo particular era que, además de sordos, eran homosexuales. ¡Así como lo leen! Chicas y chicos que se asociaron para trabajar en beneficio de sus derechos. ¿De qué se sorprende, Arturo? podrán decir ustedes. Y yo respondería: de nada. Pero resulta que mi mente estrecha jamás había tenido en cuenta que las personas sordas también tienen sexualidad. ¡Tan simple como eso!

- ¿Y cómo nos vamos a entender si ellos no nos escuchan? -preguntó Anselmo, adelantándose a mis pensamientos.

- Yo sé LSA -se apresuró a declarar Víctor.

- Ah, no! A mí no me vengan con estupefacientes -se quejó Anselmo.

- Ninguna droga, don Ansel. LSA significa Lenguaje de Señas Argentino.

- Además, no se preocupen -agregó el Huije- que ellos saben hacerse entender mejor de lo que nosotros somos capaces.

Todo bien, pero uno es un animal de costumbres y lo novedoso siempre acarrea dudas y temores. Está bien que los viejos ya tenemos el cuero duro y solemos bancarnos los malos ratos a fuerza de experiencia pero... ¿qué necesidad teníamos de ir a una fiesta en la que la íbamos a pasar peluda y nos íbamos a sentir incómodos? Miré a Anselmo y leí en sus ojos los mismos pensamientos.

- ¿Preferís que nos quedemos? -le pregunté.

No me respondió al instante. Se echó hacia atrás en la silla, miró atentamente el techo descascarado, lo meditó y tomó una decisión.

- ¿Va a haber morfi?

- Sí -le confirmó Víctor.

- ¡Entonces vamos!

Para Anselmo, cualquier excusa es válida si se trata de zafar (aunque fuera por una noche) de los brebajes y pastiches que en la cocina denominan "dieta balanceada".

Los muchachos nos ayudaron a vestirnos (Anselmo con sus archirrecontrausados pantalones de sarga gris y camisa blanca abrochada hasta el cuello, yo con mi blusa de seda colorada, pantalones de lino blanco y el pañuelo de gasa rosado al cuello) y en menos que canta un gallo ya estábamos subiendo al remise. Durante el viaje nos fuimos poniendo al tanto de otros detalles que no teníamos claros. Por ejemplo: si era una reunión de sordos, ¿qué pito tocábamos nosotros que (más o menos) tenemos nuestras facultades auditivas en regla?

- No, don Artu, -nos explicó el Huije- es una fiesta organizada por los sordos pero abierta a todos los que quieran participar. Uno de los objetivos de la asociación es promover la integración de sus miembros con la comunidad de oyentes.

- Además, -bromeó Víctor- si quiere tocar algún pito, recuerde que son tan putos como nosotros, jajajaja.

Era más que lógico y yo no lo había pensado de puro bruto que soy. Pero al menos pregunté y me saqué la duda. Anselmo, en cambio, estuvo callado todo el tiempo y se refregaba las manos contra las piernas como si quisiera (y/o pudiera) despertarlas para salir corriendo. ¿Se estaba arrepintiendo? Le pasé un brazo por los hombros y le susurré al oído.

- No te preocupes. De última, si nos aburrimos mucho, pedimos otro remise y nos volvemos.

- Después de comer -aclaró por si acaso.

Lo que pasa es que Anselmos siempre la fue de tipo mundano pero nunca fue muy salidor y es más tímido que un conejito.


Por suerte los chicos y chicas de la asociación resultaron un amor. Nos recibieron con algarabía y nos trataron como a reyes. Había como cincuenta personas y nosotros cuatro éramos los únicos oyentes (o al menos eso creímos hasta bien entrada la noche). Además, había gente de todas las edades, desde muchachitos veinteañeros hasta veteranos como nosotros, todos juntos y señándose unos a otros como si las barreras generacionales no existieran. Víctor y el Huije ya eran amigos de la asociación. Yo me ubiqué (por pura casualidad, no vayan a pensar otra cosa) junto a un chico muy bonito, llamado Diego, que me "adoptó" como su abuelo postizo (para gran envidia de la Felipa, si me está mmirando desde el más allá). Anselmo, tan preocupado que estaba, se mezcló entre un grupo de chicas lesbianas que, con el transcurso de la noche, le enseñaron algunas señas importantes: las puteadas básicas como era su interés. El viejo estaba en su salsa, rodeado de chicas jóvenes. ¡Se hacía el chongo el muy ladino! Yo, en cambio, opté por una actitud más contemplativa. Incluso mientras conversaba con Dieguito, fiel a mi costumbre, no dejaba de observar todo lo que sucedía a mi alrededor. Así fue como descubrí con alegría un mundo desconocido hasta entonces.

El desconocimiento es sinónimo de ignorancia. La ignorancia genera prejuicios y los prejuicios son el origen de toda discriminación.

Yo creía que las personas sordas no solo estaban incapacitadas para oir, sino también para hablar o emitir sonidos. Bruto de mí porque no es así en absoluto. Muy lejos de ser una reunión silenciosa, había muchso de los presentes que hablaban con bastante corrección. Dieguito leía mis labios y se expresaba con fluidez. Otros acompañaban sus señas con sonidos guturales que gaurdaban relación con lo que estaban diciendo y reforzaban la comprensión del oyente. No quiero decir que la comunicación fuera sencilla, pero tampoco imposible.

- ¿Cómo la está pasando, don Artu? -me preguntó el Huije cerca de la medianoche.

- Muy bien. -le respondí- Atravesando una vez más por la difícl experiencia de ser minoría.

El Huije sonrió.

- ¿Vio, don Artu? Acá los discapacitados somos nosotros.

- Sí, pero con la ventaja (y, al mismo tiempo, la responsabilidad) de poder capacitarnos.

- Tiene razón.

- Esta sensación de "otredad" es algo que pudimos evitar estudiando lenguaje de señas a su debido tiempo. Nosotros podemos optar por incluirnos en su mundo e incluirlos a ellos en el nuestro. Ellos no pueden dejar de ser sordos pero nosotros podemos aprender a prescindir de nuestro oído. Miralo, si no, a tu marido: él está perfectamente integrado y no se siente sapo de otro pozo.

Víctor iba de grupo en grupo y era un sordo más. No hacía alarde de su audición y era capaz de comunicarse con todos de forma natural. El lenguaje de señas debería ser una asignatura más en las escuelas, como lo es el inglés o la informática. Una herramienta que amplíe nuestras posibilidades de comunicación y que, simultáneamente, no excluya a un sector importante de nuestra propia gente. ¿O acaso me van a decir que es más factible toparse en las calles de Buenos Aires con un yanqui que no hable castellano antes que con un sordo? ¡Cuánto nos falta aprender como sociedad! Cuánto más sencillo sería para ellos superar tantos obstáculos si nosotros nos bajáramos del pedestal de oyentes y adaptáramos nuestro entorno también a sus necesidades. Porque (aunque parezca mentira) el mundo que hemos construido no solo es inhóspito para ciegos, discapacitados motrices o ancianos. También lo es para los sordos e hipoacúsicos. Hablando sobre el tema, Dieguito me contó una de sus tantas anécdotas.

Un día se había propuesto hacerse un examen de VIH y un amigo oyente le había recomendado una institución "amigable" (o sea que, si uno es gay, no hacen problemas). El hecho fue que llegó muy entusiasmado a la puerta del edificio y ¿con qué se encuentra? Con que la puerta estaba cerrada y tenía que utilizar ¡un portero eléctrico!!!!! Es obvio que su sordera no le permite saber si le hablan cuando la persona no está a la vista.

- ¿Y qué hiciste? -le pregunté casi con desesperación, tratando de ponerme en sus zapatos. Lo imaginé sumido en su silenciosa impotencia, con sus hermosísimos ojitos verdes (¡qué tendrá que ver el color de sus ojos!!! jijijiji) y me dieron ganas de abrazarlo y consolarlo... Pero el chico no es tonto y supo afrontar la adversidad de un modo bastante práctico, que a mí tal vez nunca se me hubiera ocurrido: envió un mensaje de texto a su amigo oyente para que llamara por teléfono a la institución y avisara que él estaba en la puerta. No fue sencillo. Tuvo que esperar un buen rato, pero finalmente bajaron a abrirle y todo terminó bien.

Estaba muy interesante la charla con Dieguito pero tuve que interrumpirla para poner en vereda a Anselmo, que ya estaba abusando del alcohol, de la comida y ¡de las chicas! Hasta el momento le había contado cuatro vasos de cerveza y otras tantas hamburguesas. Pero, más que nada, me incomodaba y preocupaba que le hiciera la "mano boba" a una de las jovencitas.

- Viejo atorrante. ¡Desvergonzado! Lo único que falta es que esta gente tan amable te eche por abusivo y sinvergüenza.

- Dejame vivir, Arturo. Hoy es día de parranda.

- Sí. De parranda... Y después gritá "Adiós mundo cruel" porque de acá vas directo a la terapia intensiva.

- ¡Y para qué voy a gritar si acá no me escucha nadie! -se burló el viejo sobrador.

- Ojo, don Ansel, -le advirtió Víctor- que los hipoacúsicos no son completamente sordos y, si tienen audífono, tienen un cierto grado de audición.

Otro dato que desconocíamos.

- Pero no me lo atormenten al amigo. que un vaso de cerveza no le hace mal a nadie.

El que hablaba era un señor, ya de nuestra edad, que había llegado, poco después que nosotros, muy tomado de la mano de otro caballero gordito y simpaticón. Como no dijo nada en el momento de las presentacíones, todos supusimos que él también era sordo.

- Déjeme que me presente. -dijo el hombre, muy ceremonioso y entonado por alguna que otra copita de vino- Mi nombre es Ceferino Puerta, para servirle.

Me apretó la mano hasta hacerme crugir los huesos y, de repente, lanzó una carcajada que me asustó.

- Qué sorpresa encontrar gente normal acá ¿no?

Víctor, Anselmo y yo nos miramos alarmados. Su simpatía inicial comenzaba a desmoronarse. Es increíble cómo el uso desafortunado del lenguaje puede influir negativamente en las personas. Pero parece que nuestras expresiones fueron elocuentes.

- Gente que oye quise decir. Yo tampoco soy sordo.

Ya nos habíamos dado cuenta.

- Esta gente necesita de la ayuda de todos nosotros. -continuó- Son personas sencillas y buenas y nadie les lleva el apunte.

Y bajando el tono de la voz, como si fuera a develar uno de los grandes misterios de la humanidad, agregó:

- Todos se piensan que los sordos son tontos.

Luego sonrió y suspiró como si se hubiera quitado un peso de encima. Víctor asintió con la cabeza y los dos quedamos en silencio sin saber qué responder. Como ninguno decía nada, don Ceferino se sintió motivado para seguir hablando.

- Yo estot con él vaya a saber por qué...

"Él" era el señor con el cual había llegado de la mano, que sí era sordo y se llamaba Juan.

- ... Yo soy muy egoísta y no me gusta nada: ni las mujeres, ni los hombres, ni nada. Soy jubilado de la marina mercante y me pasé la vida embarcado. Así que nada de novias. Por eso no me gustan las mujeres. A él lo conocí hace tres años cuando fui a aprender computación. Nos conocimos y se me prendió como abrojo. Porque yo tengo cáncer desde hace cinco años y no tengo nada ¿vio? Me operaron y me vaciaron como a las mujeres.

Se notaba que Ceferino tenía necesidad de hablar de sus pesares y de justificar su presencia en aquella reunión. Su discurso era un tanto inconexo y, cada tres o cuatro frases, repetía que a él no le gustaban "ni las mujeres, ni los hombres, ni nada", que él era asexuado y que lo habían vaciado "como a una mujer" a causa de un cáncer de próstata. Según sus palabras, la familia lo discriminaba por no haberse casado y ahora la gente lo criticaba por haberse metido con Juan. Además de sordo, Juan es mudo, pero cuando seña emite unos sonidos muy agudos que (de tanto en tanto) dejan oir alguna palabra más o menos clara.

- A este hombre no lo quieren ni los hijos. -se refería al mismo Juan- Yo los conozco a los hijos y les da vergüenza salir a la calle con el padre. Porque él se casó con una mujer cuando era joven... no sé si para tapar algo o para qué... pero ella lo dejó por uno que oía y él crió a los hijos como si fuera una madre. Pero los hijos no lo quieren...

Fruto de la pena y, seguramente, del tinto, sus ojos brillban de ese modo característico de los que ceden ante las emociones.

- Y la gente me critica... Pero ¡cómo no lo voy a llevar a casa si él me cocina y me cuida! Y todo sin obteber ningún beneficio porque conmigo ni sexo ni nada. A mí me vaciaron como a una mujer. Yo tengo cáncer hace cinco años y a él lo conocí en la academia de computación.

Mientras Ceferino hablaba, Juan se acercaba y lo besaba tiernamente en la mejilla, lo abrazaba y le sonreía con tanto amor que me daba envidia.

- Aprendé vos, viejo desamorado -le gruñí a Anselmo, que ni se dio por aludido.

- Esa seña que me hace quiere decir "te quiero".

La seña era la mano extendida con la palma hacia adelante, plegando los dedos anular y mayor.

- Yo aprendí bastantes señas. Él dice que está muy enamorado de mí pero yo no siento nada. Yo soy muy egoísta y siempre viví solo. No me gustan ni las mujeres, ni los hombres, ni nada. Pero esta gente necesita ayuda...

Y no pudo terminar la frase (o terminar de repetirla) porque se puso a llorar. Un poco por el vino, un poco por el tropel de emociones al que le había abierto la tranquera cuando empezó a contarnos su historia.

- A mú me encanta ayudarlos y trato de aprender lo más que puedo. Ya me sé narias señas pero soy duro de sesera... Porque son gente buena y necesitan de nosotros... ¿Ven cómo me quiere? Así está todo el día. Yo ya estoy jubilado y él tiene una pensión por "lo de él" y así vivimos bien. Porque yo soy un egoísta. Yo soy muy egoísta y no me gustan las mujeres, ni los hombres, ni nada...

Como los jóvenes de hoy se pasan el protocolo por el quinto forro (¡lo bien que hacen!), mientras Ceferino lloraba y sin demasiado disimulo, Víctor se alejó de nuestro grupo. Ceferino seguía monologando y Juan no dejaba de besuquearlo y abrazarlo.

- ¿Y ustedes desde cuándo son pareja? -nos preguntó el viejo, así nomás, a boca de jarro y sin previo aviso.

Yo me limité a sonreir. Pero a Anselmo se le atragantó la quinta hamburguesa y fue un asco verlo escupir la comida. Un pedazo de carne a medio masticar, embadurnado con mostaza y salsa ketchup, fue a parar justo, justo, contra el pantalón blanco de un chico muy lindo y atildado, de esos que parecen cuidar más su imagen que su corazón. El lamparón de grasa fue inevitable. Sin embargo, el Huije tuvo los reflejos necesarios para llegar desde la otra punta del salón y maniobrar la silla de ruedas a tiempo de impedir que el vómito subsiguiente impactara contra la humanidad de otro chico cuya sordera no le había permitido ponerse a resguardo. Conclusión: un incidente bochornoso que yo había previsto sin la convicción suficiente como para evitarlo.

El dueño de casa, de todos modos, fue muy atento y considerado y se deshizo en señas para dejarnos en claro que lo importante era que Anselmo se repusiera del mal trance. Quise ocuparme yo mismo de limpiar el estropicio pero no me lo permitió. Un amor de persona. Anselmo quedó hecho un estropajo y las chicas se encargaron de limpiarlo como pudieron. Era más que evidente que la fiesta había terminado para nosotros.

En la casa de un sordo el teléfono fijo no tiene mucha utilidad. Es por eso que el Huije decidió llamar un remise desde su celular. Me apenaba la idea de que, por nuestra culpa, ellos también tuvieran que irse. Pero por fortuna, una de las chicas tenía auto y se ofreció a devolvernos al hogar y luego regresar a la reunión con mis amigos.

El viaje fue interminable.

Cuando llegamos al hogar, Anita, la enfermera de turno, comprobó que todo estuviera en orden antes de que el Huije y la sordita regresaran. Era solo una indigestión. Nada grave.

¡Anselmo no tenía nada grave pero a mí la presión arterial casi me mata!

- ¡Es la última vez que me hacés esto! -le grité cuando llegamos a la habitación- La próxima vez te voy a tener cortito y ¡guay! con pasarte un milímetro de la raya.

Pero después lo pensé mejor.

- ¿Qué digo? ¡Qué próxima vez ni próxima vez! ¡Nunca más salís conmigo!

Es que, cuando me enojo, soy más señora que nunca.