martes, 24 de abril de 2007

CADA QUIEN CON SUS SECRETOS


Hoy sí voy a contar la historia que (por razones de dominio público no pude contar en mi última intervención).

Dos sábados atrás (hace ya tanto tiempo que voy a tener que hacer un esfuerzo para recordar los detalles) me desperté de muy buen humor. Había pasado una excelente noche. Dormí como un bebé y no me molestaron los mosquitosm ni los ronquidos apocalípticos de doña Leonor (que noche a noche hace tenblar el edificio desde la habitación de junto), ni tampoco el continuo lloriqueo de mi amigo don Anselmo, que tiene un sueño recurrente (rememora dormido las épocas en que era maratonista) y se deprime mientras está inconsciente. Ambos, doña Leo y el Ansel, son verdaderas reses de diván, pero el siquiatra que nos visita una vez por mes no se les animó todavía y hace la vista gorda.

Como estaba de muy buen humor, desayuné una buena taza de té, acompañando con galletitas de agua untadas con mermelada de ciruelas. La mermelada nos la trajo Ana María, una mucama nueva que es un amor (ojalá le paguen como corresponde y no se tenga que ir dando un portazo, como suele sucerderle a casi todas las que pasan por aquí). Ella misma la había preparado y nos la regaló para que ayudara a nuestro "tránsito lento".

El día estaba HORRIBLE. Algo está descalabrado con el clima en Buenos Aires. Siempre tuvimos lluvias abundantes pero esto ya es demasiado: hace semanas que el agua no nos da respiro, las calles están inundadas, la ropa nunca se termina de secar y yo ya estoy necesitando una pasadita por lo de Raulito para que me haga una tintura. Algún día les voy a contar de Raulito. Tiene la peluquería acá nomás, pero la calle es la Fontana di Trevi con todo lo que ha llovido últimamente.

El día era una porquería pero yo estaba feliz. Tal vez fuera porque siempre he sido un inconsciente o porque tengo válidas razones para sentirme satisfecho con mi vida. A ver: tengo... quichicientos años (mierda que se los voy a decir), un estado general bastante saludable dadas las circunstancias, algunos buenos amigos... Ta bien, tengo que convivir con la bruja roncadora, es cierto, pero todo no puede ser perfecto. Compañero no tengo (ya saben a qué me refiero: a alguien que me caliente los piecitos por la noche, je je) pero a estas alturas de la vida es muy posible que eso sea más una alivio que una carencia. En todo caso, alguna vez tuve y eso es mucho más de lo que muchas maricas de mi edad pueden decir. Alguna vez les contaré de mis amores. Eso sí, utilizando nombres falsos porque tampoco es cuestión de perjudicar el buen nombre de personajes respetados de nuestra historia, muchos de ellos ya fallecidos. Cada quien tiene sus secretos y hay que respetar la voluntad de mantenerlos ocultos.

Pasé la mañana como quien dice boludeando. Le leí el diario de cabo a rabo a doña Paca, que a pesar de estar postrada en una cama desde hace años, entre quejido y quejido, le gusta mantenerse informada. No como doña Leo que se pasa el día prendida al canal 9, sufriendo con placer las historias de asesinatos, robos y accidentes luctuosos para poder enojarse luego y afirmar que en este país ya no hay seguridad. Doña Paca es otra cosa: el cuerpo no le ayuda a la pobre pero tiene la cabeza más lúcida del hogar. Con decirles que hasta me pidió que le leyera el chiste de Rep, que vaya uno a saber en qué se inspira ese muchacho, porque la tira que publica diariamente en el Página 12 siempre me deja confundido. Una de dos: o uno es una marica idiota o ese humor intelectual es una cagada.

A las doce nos sirvieron el almuerzo. Comí livianito y, justo cuando me preparaba para dormir una siestita, llegó el Huije.

Estaba medio triste el pobre. Había querido pasar el fin de semana con toda la familia pero resultó que sus deseos no habían sido compartidos por los demás. Su hija más grande (que ya está hecha toda una mujercita) había hecho planes para salir con sus amigas y quedarse a dormir en casa de una de ellas. Lucas, el más chico, se aburre en casa de su padre porque no hay computadora ni televisión por cable. "Alquilamos películas" le había dicho el Huije, pero el pendex no quiso saber nada. Prefirió quedarse con la madre, donde la diversión está asegurada. Por otra parte, Víctor, el marido del Huije (un chico divino, chileno y jovencito) trabajaba todo el día... En definitiva, el fin de semana en familia se había hecho agua.

- ¿Por qué no se viene a casa, Arturo? -me dijo-. Tomamos tecito, compramos alguna torta y nos vemos unas películas.

Y así fue. Me preparé una muda de ropa, las pastillas para la presión (que gracias a dios es lo único que estoy tomando por ahora) y nos fuimos.

- ¿Con cuál empezamos, viejito?

Tenía unas cuantas películas. Una era sobre la vida de la reina de Inglaterra. No me interesó demasiado. Ahora me van a querer convencer de cuánto sufren los de la nobleza encerrados en sus jaulas de oro. Si yo fuera reina (de las que tienen corona), cualquier día me ponía esos trajecitos ridículos que usa ella. Patética la vieja. Y sobre todo, jamás usaría esos sombreros impresentables que ya movían a risa en la década del 30, cuando éramos dos pendejos (aunque ella es muuuucho más grande que yo). Aunque en realidad ella no tiene toda la culpa. Debe haber algún componente genético. Si la familia real inglesa dependiera de su buen gustom hace siglos que serían una república.

Otra de las pelis era de un tipo que era invisible y se mandaba todo tipo de barrabasadas. No sé si para conseguir una cura o para seguir carente de sombra. No lo entendí muy bien. Es que, como la trama no era del todo interesante, me mantuve espectante del momento en que el tipo perdiera su invisibilidad y se le viera por los menos el culo. Pero no. Solo a los yankis retorcidos se les ocurre hacer una película en la que el personaje principal no aparece nunca en pantalla. Ni que fuera Rebecca, esa mujer inolvidable.

La que estuvo buena fue la de los griegos sadomasoquistas onda leather que se pavoneaban en cueros, se miraban, se histeriqueaban y después se ensartaban... pero con lanza y espada. Tampoco se vieron muchos culos porque los muy giles usaban unas capas muy poco prácticas para la pelea. Pero todos sabemos que los yankis (porque estos eran griegos educados en West Point) no son muy dados a las mariconerías en pantalla. Salvo que sean vaqueros, pero en esa otra película tampoco mostraban tanto.

Vimos dos o tres más pero la que más me gustó fue una de... ¿cómo se llama este chico?... Arjona no... ¿Alcoyana? ¿Alabama?... Ah, no: Almodóvar. Me encantan sus películas. Creo que me las vi todas. Será porque siempre pone canciones españolas de mis épocas mozas, de esas que suelo cantar cuando me baño... "Dónde vas con mantón de Manila...". ¿Ven? La reina de Inglaterra debería dejar que Almodóvar le guionara la vida. Tendría unos quilombos de puta madre pero seguro que, llegado el momento, no le faltaría tema de conversación para tomar el té con Lucifer.

La cosa era más o menos así: Penélope Cruz tenía una hija adolescente, una hermana solterona que tenía una peluquería trucha en su departamentito y una madre que todo el mundo creía muerta pero en realidad se hacía la muerta para que no la llevaran presa por prenderle fuego al marido con la amante. Esta amante del marido no era otra que su mejor amiga, a la que todos daban por desaparecida porque creían que la muerta era la madre de Penélope. ¿Me explico? Con esto solo la historia ya prometía, pero todo se va al carajo cuando la nena mata al padre por querer abusar de ella y Penélope oculta el cadáver y le cuenta a todo el mundo que "el Paco nos ha abandonao". Encima, después nos enteramos que la verdadera razón por la que la madre de Penélope había matado a su marido no eran los cuernos sino porque el muy hijo de puta era el verdadero padre de la nena asesina.

¡Eso es un argumento! ¡No me jodan! Una telenovela portorriqueña que se termina en hora y media sin necesidad de bancarse los interminables lloriqueos de la Caridad Canelón.

Además, la peli dejaba una moraleja que comparto: por más que seamos buena gente, todos tenemos un pasado que ocultar.

Como el amigo Guz, que esta semana me confesó su secreto y yo le confesé el mío. Pero como buena loca que soy: de eso no se habla, ja ja.

martes, 17 de abril de 2007

AL BORDE DEL SOPONCIO!!!!!!!!

Pido mil perdones a todos mis lectores... cuac.

Hoy me vine solito al ciber. El Huije anda muy ocupado últimamente y la verdá que no le da el tiempo para todo. Quería contarles lo lindo que estuvo el fin de semana de cine en su casa. Pero abrí el correo para ver quién se había acordado de este pobre viejo y me encontré con un mensaje que me hizo estremecer hasta los tuétanos.

Sin duda proviene de algún individuo desconsiderado que no tiene piedad de una pobre persona que está más cerca del arpa que de la guitarra.

Miren lo que me mandó el muy HdP!!!!!!!

(Abstenerse las chicas impresionables por favor)














Mejor me vuelvo al hogar. Esto es demasiado para mí. Me voy corriendo... Creo que después de mucho tiempo me ha venido una erección!!!!!!

Otro día les cuento lo de las películas en casa del Huije. Mil perdones. GLUP!

jueves, 12 de abril de 2007

MOSQUITOS GO HOME


Como muchos sabrán, en las últimas semanas Buenos Aires se ha convertido en el paraíso de los mosquitos. Se los ve por todos lados y, por cada uno que uno mata, aparecen diez más. Y no es que me queje porque a mí me afecte en forma directa. No. Se ve que mi sangre es lo suficientemente amarga como para que los bichitos ni se me acerquen. Pero es igual de molesto ver a los demás a los cachetazos limpios todo el tiempo. No se puede mantener una conversación sin que haya que matizarla con algún que otro soplamoco.

En el hogar en donde vivo, el banquete preferido de los zancudos chupasangre se llama, por supuesto, doña Leonor. Hay que reconocer que la paraguaya está un poquito entrada en carnes y, como siempre anda acalorada (menopausia interminable mediante), se pasa la vida en ojotas y batones gigantes, exponiendo a la vista de todos más humanidad de la necesaria. Por estos días es habitual oirla putear en guaraní mientras se cachetea y los bichitos le revolotean en derredor como... como... como moscas en la miel (se me ocurría otra metáfora, también con moscas, pero más escatológica, jijijiji). Es curioso de todos modos (y no es mi intención hacer una escena de celos ni mucho menos) porque, si hay alguien amargo en este asilo, esa es la doña paragua.

Una asidua visitante de este blog, la inefable Señorita Cosmo, sugirió por estos días la cría sistemática de sapos para acabar de una buena vez con la plaga. Todos conocemos los hábitos alimentarios de los nobles batracios. Por mi parte, a raíz de ciertas similitudes morfológicas (ojos fuera de las órbitas y boca generosa), estos bichos no me caen muy simpáticos. Me recuerdan años de atormentada infancia. Sin embargo, no dejo de admitir que la idea de la colonia de sapos tiene su asidero. Por eso, la otra noche se lo comenté a don Anselmo, mientras jugábamos una partida de chin-chón. El viejo, que es como un chiquillo de diez años, agarró viaje de inmediato y ayer por la mañana nos escapamos por la puerta de atrás y nos fuimos al zanjón que hay acá a unas cuadras, munidos de red y bolsa de arpillera.

Lo primero que tengo que decir al respecto es que, si en el asilo nos quejábamos por la proliferación de insectos hematófagos, los yuyos de metro y medio que rodean al zanjón son algo así como el Nirvana de los mosquitos.

La expedición tuvo sus bemoles. Entre la silla de ruedas de don Anselmo (que se enredaba con cuanto yuyo había en el lugar), don Anselmo (que es alérgico ¡a la clorofila!) y mis pantalones acampanados (porque soy incapaz de salir a la calle como una chirusa y además me niego a descartar las maravillas de las modas pasadas), el avance a través de la maleza era por demás dificultoso. Los tacos de las sandalias se me hundían en el barro y don Anselmo casi se me cae dos veces de trompa porque, haciendo caso omiso de la amargura de mi sangre, los mosquitos se me abalanzaban como bombarderos y me costaba mantener la estabilidad de la silla. Como música de fondo, se oía el croar de los sapos (o de las ranas, nunca logré diferenciar entre unos y otras). Todo tranqui. Pero algo me decía que aquella aventura no saldría tal como la habíamos pensado.

Fue don Anselmo quien, involuntariamente, encontró la punta del ovillo, mientras se desesperaba matando mosquitos con una mano y espantándolos con la red que sostenía en la otra.

- Che, viejo, si se supone que los sapos se morfan a estos bichos de mierda, o ya están pipones o se pusieron a dieta.

A mí me empezó a dar miedito. Hasta escuchaba la musiquita incidental de las películas de terror, esa que se escucha en la famosa escena de la ducha en que apuñalan a la rubia.

Como ya dije, avanzábamos lentamente y la idea de la Señorita Cosmo ya no me parecía tan fantástica. Sin embargo, se me ocurría que no era momento para flaquezas. Así que, como pude, seguí empujando la silla de ruedas y cargando la bolsa de arpillera vacía, en medio de una nube de diminutos caza-bombarderos.

Hasta que por fin llegamos al zanjón.

La escena no podía ser más descorazonadora.

Junto a la escuálida corriente de agua cenagosa, una docena de sapos (o ranas) permanecían impávidos entre millones y millones de dípteros hambrientos. Al notar nuestra presencia, algunos de los anfibios se perdieron en la maleza o se echaron al agua. Pero hubo uno, uno grande y gordo como escuerzo, que giró la cabeza, nos miró fijamente y (como quien dice "hicieron semejante viaje al divino pedo") abrió su gran bocaza, extendió su babosa y kilométrica lengua y se manducó un mamboretá que deambulaba distraído entre los yuyos. ¡Un mamboretá! ¿Y a los mosquitos no les daba ni cinco de pelota???? NO.

Don Anselmo y yo nos miramos y, sin decir palabra, volvimos por donde habíamos llegado. Comenzaba a llover y lo que antes fuera una suave brisa se fue transformando en un viento que doblaba los árboles.

Antes de regresar al hogar, nos guarecimos en la farmacia y nos gastamos lo que nos quedaba de jubilación en antibióticos y repelente.

PD: El de la foto de hoy no es don Anselmo ni yo. Aclaro por si las moscas...

miércoles, 4 de abril de 2007

DON ARTURO, EL JUSTICIERO

Si hay algo que detesto es la gente petulante. Digo: esas personas que van por la vida mostrando chapa de alcurnia, título o belleza (bueno... los lindos no tienen necesidad de andar mostrando chapa, simpelmente se les nota). Pero lejos de enfrentarlos y de hacerme mala sangre, como soy un viejo ladino, trato de sacarles alguna tajada. Siempre tienen un lado flaco por donde hacerles el entre y mi deporte favorito (a estas alturas de la vida en que las distracciones no abundan) es encontrárselos.

Hace unos años vino a trabajar al asilo un enfermero nuevo al que le decíamos Carlitos. Obvio que porque se llamaba Carlos. Lindo pendejo. Hermoso diría... Es más: MUY HERMOSO. No vale la pena una descripción. Nada de lo que pudiera decir de su belleza le haría justicia. Imagínenlo: todo muy bien puesto en su lugar, como griego de estatua.

Al principio, todo bien. El tipo llegaba y hacía su trabajo. Nos preparaba la medicación, nos tomaba la presión, nos charlaba boludeces, les cambiaba los pañales a los viejitos más achacados (¡y cómo me hubiera gustado usar pañales en esa época!) y le daba la intramuscular a doña Paca (que a pesar de sus ochenta, de la osteoporosis y la hemiplejia, se defendía como gato panza arriba cuando le querían pinchar el culo). Cada dos por tres, tenía que levantar a don Anselmo que (como recordarán) suele irse de trompa al suelo por andar a los pedos con su silla de ruedas (y aclaro que, en Argentina, "andar a los pedos" significa andar muy rápido, nada que ver con las flatulencias del pobre Anselmo que, por cierto, son verdaderamente inaguantables). En fin, Carlitos hacía su laburo.

Pero un buen día, llegó con la noticia de que al día siguiente cumplía años. Estábamos casi todos en el salón de la tele, matando el tiempo (asesinándolo sin remordimientos, diría yo) con el programa de Tinelli.

Gran-revuelo-gran entre las ancianas cacatúas, que no por seniles son menos calentonas.

En ese momento se interrumpió la paz de mis intestinos y ¡que me lleve el diablo si eso es algo que me suceda a menudo! Así que, munido de mi bastón con mango de carey, me fui al baño lo más rápido que me daban las piernas, jubiloso por el feliz acontecimiento.

Pero estábamos en que Carlitos había anunciado que cumplía años.

- Dichoso de usté que todavía cumple -le envidió doña Leonor, como si la sola negación lograra que el tiempo se detuviera.

- No se crea. -le respondió Carlitos con coquetería- Ya no me cuezo en el primer hervor.

- Ay. No diga eso -le retrucó una embelezada doña Lucía, mientras se enrollaba en el dedo la lana que colgaba de la manta que (cual Penélope posmoderna) aun hoy no ha terminado de tejer.

Doña Clara (que hablaba poco pero siempre iba al grano, la pobre, y se nos fue al otoño siguiente... a un asilo del estado porque, cuando murió su hijo, le firmó un poder al nieto para que le cobrara la pensión y el muy turro no volvió a dar señales de vida)... Doña Clara (decía) la hizo corta:

- ¿Y cuántos años cumple?

Entonces, como si a la vida la guionara el autor de algún culebrón portorriqueño, se escuchó la fatal pelotudez: "¿Y usté cuántos me da?".

¡Para qué! ¡Las jovatas se pusieron como locas! Todas queriendo adivinar la edad de Carlitos. Que 30, que 28, que 25... Cada una se afanaba por hacerlo cada vez más joven.

- No, no -decía Carlitos moviendo el dedito índice e inclinando la cabecita como jugando, hasta que al fin confesó: "Acá como me ven, cumplo 36".

Los "oh", los "ah" y los "uy" en medio de risitas nerviosas y suspiros fueron el coro de las calandrias disfónicas que le sonreían al joven como si sus bocas desdentadas conservaran todavía algo de sensualidad.

Empachado por la admiración de las veteranas, Carlitos les regaló una caricia a cada una (total, los pañales no los pagaba él) y se fue a continuar con sus labores.

En uno de los pasillos se encontró con don Anselmo (que como buen hincha de Huracán jamás vería un programa conducido por un hincha de San Lorenzo) y también le contó lo de su cumpleaños. El viejo le dio 29 y Carlitos le repitió la escena del "No, no. Cumplo 36", con dedito incluído. Minutos después, lo hizo otra vez en la cocina, esa vez frente a Patricia, una de las mucamas, que le apostó al 31. Y otra vez: "No, no. Mañana cumplo 36".

Mi paso por el baño había sido un verdadero triunfo. Se ve que los cereales que me había regalado el Huije estaban surtiendo efecto. Fue ahí cuando me lo encontré... ¡NO!... ¡mientras cagaba no!... ¡me lleve el diablo por la falta de glamour!... Me lo topé a la salida de la cocina (después de).

- ¿Y Arturito? ¿Qué me va a regalar mañana?

Mi cara de nada lo dijo todo.

- Mañana es mi cumple. A que no sabe cuántos cumplo...

No dije nada.

Busqué en los bolsillos de mi guayabera floreada y me calcé los lentes de ver de cerca. Lo miré y lo miré, rozando casi su pellejo con mi nariz (una muy grata experiencia por cierto) y el di mi conclusión:

- Yo ya estoy muy viejo, m'hijito, y no veo ni con anteojos. Pero tengo un método infalible para averiguar la edad de los hombres. ¡Abrite la bragueta!

Se ve que el tono imperativo de mi voz lo tomó por sorpresa y no supo cómo reaccionar. Lo pillé desprevenido y luego de unos instantes sólo pudo negar con la cabeza, entre risueño y asustado.

- ¡Dale, dale! -lo apuré- No me vengas con vergüenzas. Abrite la bragueta y yo te digo cuántos años tenés.

Y así fue como, increíblemente, creo que sin darse cuenta de lo que hacía, me hizo caso.

Tenía un calzoncillo blanco. Justo como me gustan a mí, que me gustan los calzoncillos blancos (y los negros y los verdes y los colorados y los amarillos... sobre todo si están rellenos con su dueño, je je). Se lo bajé un poquito y le metí mano. Todavía hoy lo recuerdo y se me eriza la piel (sí, es la única respuesta sexual que me va quedando...). La cosa duró apenas unos gloriosos segundos, hasta que Carlitos se puso por demás nervioso y reaccionó con muy poca gentileza.

- Bueno, bueno. ¡Ya está! ¿Cuántos años tengo?

- Mmmmm... Yo diría que... 36.

Carlitos quedó azorado. Sin habla. Boquiabierto.

- ¡Síiii! ¿Cómo hizo?

Y yo le dije:

- Muy fácil: escuché cuando se lo decías a Patricia.