viernes, 23 de noviembre de 2007

HUEVOS DE COLÓN


Y sí... como podrán imaginarse, estuve pachucho una vez más. Por eso tardé tanto tiempo en actualizar. Ya digo yo que lo malo de los años no es que pasen sino que se queden. Pero como no hay mal que por bien no venga, fue una muy buena excusa para que amigos y conocidos se dieran una vuelta por el hogar. Entre todos ellos, tuve una visita muy particular y largamente esperada.

El último domingo fue un día espléndido en Buenos Aires. Un sol tibio entraba por la ventana del cuarto y me ayudaba a desentumecer estas articulaciones que se retoban cada vez con más frecuencia. Por suerte, la fiebre había aflojado y mi cabeza volvía a estar vacía, libre de humores pituitarios, para que las ideas pudieran jugar con el eco de sus voces. Había pasado unos día terribles. A mi edad, una simple gripe puede no ser tan simple. No tanto por el mal en sí como por las espectativas y temores que genera en el entorno. El pobre Anselmo no le daba respiro a la silla de ruedas. Andaba de acá para allá con sus chirridos... Me alcanzaba agua para calmar la tos, le pedía a cada rato a la enfermera de turno que me controlara el suero, contaba los minutos para darme el antibiótico, me hacía compresas de agua fría... Nunca lo había visto tan preocupado.

- No te asustes que todavía no me voy a morir. -le dije en la madrugada del viernes. Estaba sentado en su cama mirándome con carita de perro mojado. Claro que de inmediato se despabiló y regresó a su conocida expresión de viejo duro.

- Ya lo sé. -me gruñó- Y espero que no me contagies la peste. Hace una semana que estás dele toser y, además de contaminar el ambiente, no me dejás dormir.

Ahí nomás roció el aire con Lysoform.

Los más cautos fueron don Santiago y don Francisco, que se acercaban de vez en cuando como quien no quiere la cosa. Echaban una mirada, verificaban que no me hiciera falta nada y se retiraban discretamente.

Mi amiga Paca, postrada como está en su propia cama, me hablaba a los gritos de habitación a habitación. Se entablaba así una comunicación bastante dificultosa. Recuerden que ella tiene parálisis facial y, si ya cuesta entenderle cuando habla normalmente, ¡imaginen cuando grita! Además, a mí la voz no me daba ni para desafinar una canción de cuna, con lo cual la pobre Paca se empeñaba inútilmente en un diálogo imposible. De todos modos, la situación era bastante irregular: las normas del establecimiento prohiben expresamente los gritos y el escándalo. Sin embargo nadie protestó. Ni siquiera doña Leo, que gusta tanto de fiscalizar en los demás el cumplimiento de los reglamentos.

El único que no se acercó en absoluto fue... (adivinen)... don Bentito.

- Está rezando en su cuarto. -me confió casi en un susurro doña Sofía, en medio de la ssiesta del sábado.

- Estoy frito entonces. Debe estar moviendo influencias para que el Flaco INRI me lleve a comparecer de inmediato.

Créase o no, a las pocas horas la fiebre volvió a aparecer y mis flemas eran engendros verdosos que parecían tener vida propia. Eran tan asquerosas que Anselmo llamó al Dr. Fridenberg en persona.

- Todavía tenemos Arturo para rato. -lo tranquilizó el tordo- Pero esta vez se pescó una de las bravas y vamos a tener que combatirla con la bomba H, jajajaja.

Me recetó uno de esos antibióticos para caballos, de esos que se toman una sola vez al día y que te dejan el hígado hecho una piltrafa. Igualmente, cerca de la medianoche, doña Sofía se preocupó por mi ataque de tos.

- Yo sé, Arturo, que usté no cree en estas cosas pero igual le voy a pedir que ponga debajo de su almohada esta estampita de Santa Gertrudis, que es tan milagrosa.

¡O sea que la vieja ya consideraba que mi curación dependía de un mmilagro! Sin embargo y a pesar de que tenía mucha razón en eso de que yo no creo en esas cosas, le agradecí, le recibí la figurita e hice como me indicó... por si las moscas... Uno nunca sabe: por ahí Dios existe y no es cuestión de seguir sumando puntos en contra.

El asunto fue que (gracias al antibiótico para caballos o a la santita) el domingo amanecí mucho mejor. Para el mediodía la temperatura era la normal y podía respìrar sin dificultad.

Fue después del almuerzo cuando Estercita, una de las enfermeras, entró a la habitación y me dijo con una sonrisa de oreja a oreja:

- Vinieron a visitarte, Arturito.

Detrás de ella entró una muchacha enorme, no menos de metro noventa, melena rubia hasta la cintura, unos ojazos azules que partían la tierra, unas piernotas macizas (capaces de sostener toda su humanidad y dos o tres más) y unos pechos... ¡unos pechos!... duros y bien moldeados, que asomaban su quirúrgica solvencia por sobre el escote de la blusa ajustada. La pollerita también le ajustaba y le moldeaba un culo que hubiera acomplejado a la propia Moria Casán. Anselmo se quedó lelo al verla. Parece que el viejo baboso todavía fabrica testosterona.

Yo la miré con otros ojos, por supuesto. Algo en su rostro me resultaba familiar pero no alcanzaba a reconocerla.

- Tantos años busc´nadolo y por fin lo encuentro, don Arturo. Su voz era más bien ronca y noté cierto esfuerzo por aflautarla.

- Viejo ingrato, yo que lo quiero tanto y usté ni se acuerda de mí... Le voy a dar una pista: noche de invierto del '90 y Ruta 8.

Entonces los recuerdos comenzaron a llegar en tropel.

Aquella noche íbamos con la Felipa y uno de sus "sobrinos", Juanito, un hombretón de 24 años, físico y vocación de patovica. Nuestro rumbo: la ciudad de Venado Tuerto, donde nos esperaba una gran fiesta entre locas. Era viernes por la tarde y teníamos pensado disfrutar de un fin de semana inolvidable.

Habíamos pasado Pergamino. La ruta estaba desierta. Yo les iba contendo de aquella vez en que volé a Madrid en busca de un amor pretérito. ¿De qué más podíamos hablar que no fuera de hombres? Juanito iba al volante y (debo confesarlo) a una velocidad poco prudente. La juventud es así (cree tener la vida comprada) y los dos viejos íbamos demasiado distraídos como para llamarlo al orden.

De repente, se escuchó una explosión y Juanito perdió el control del vehículo. El auto hizo un trompo en medio de la ruta y estuvo a punto de volcar, pero finalmente se detuvo en la banquina y los tres resultamos ilesos. No obstante, la Felipa tuvo un ataque de nervios y salió corriendo del auto como si lo reclamara el diablo. Ahora que lo recuerdo y no hubo que lamentar una tragedia, reparo en lo gracioso que se veía el viejo, rengueando como un muñequito de cuerda, sacudiendo los brazos en alto y a los gritos por el borde del asfalto. Juanito salió en su persecusión y yo en tercer lugar: no fuera que el auto estallara por los aires como sucede en las películas.

Allí nos llevamos la primera sorpresa de la noche. De entre la maleza que rodea la ruta, surgió una camioneta destartalada que casi atropella a la Felipa.

Los tres nos quedamos petrificados y, en el medio de la oscuridad de la noche, la Felipa cayó al suelo como bolsa de papas. Juanito no llegó a tiempo para evitar el golpe y yo corrí, como pude, hasta llegar a ellos. Yo me di cuenta enseguida de que aquel desmayo no era más que una de las tantas puestas en escena con la cual mi amigo pretendía llamar la atención. Juanito tardó un poco más y trataba de hacerlo volver en sí con golpecitos en las mejillas. En tanto, la camioneta se alejaba hacia Pergamino tosiendo humo por el caño de escape.

Cuando se apagaron los bufidos asmáticos de la máquina, la Felipa ya se había sentado sobre el asfalto y simulaba desconcierto. Pero del mismo modo en que lo suyo siempre fue la danza, en lo actoral tendía a la sobreactuación. Y esa tara lo traicionó. Miró hacia el horizonte entornando la mirada y preguntó con voz profunda:

- ¿Quién estoy? ¿Dónde soy?

Juanito, que justo en ese momento comenzaba a alzarlo entre sus brazos, se enfureció y lo dejó caer nuevamente. Fue una escena memorable que seguramente no podré reproducir en toda su comicidad. Otra vez la Felipa en el suelo gritando exageradamente y Juanito maldiciendo a los cielos con las manotas en la cabeza. Yo, por mi parte, muerto de risa y ¡congelado! Si el reuma me lo hubiera permitido, también me hubiera echado al suelo para carcajearme a gusto.

Al poco rato todo retornó a la calma. La ruta seguía desierta y hacía un frío de la hostia. La Felipa todavía estaba tendido en el suelo, Juanito ya se había serenado y yo me colgué de su brazo, tan fuerte y poderoso. A su lado, la paz del campo era una delicia.

Después regresamos al auto y nos dimos cuenta de que todo el incidente había sido por culpa de un reventón. Juanito se dispuso a cambiar el neumático y la Felipa y yo le hacíamos el apoyo sicológico para que no volviera a enfurecerse.

En eso estábamos cuando, en medio de aquella quietud de cementerio, se oyó un quejido de dolor. Y luego otro y otro. El sonido provenía de los matorrales y, haciendo alarde de su físico, Juanito se internó entre los yuyales en busca de la persona que emitía aquellos desagradables lamentos. La reacción de la Felipa, criado también en un pueblo, no fue tan altruísta.

- ¡No vayas! ¡No vayas! ¡Puede ser un mandinga!

Pero no se trataba de ningún siervo diabólico. Era un chico rubiecito y menudito con cara de bebé. Tendría unos quince o dieciséis años. Juanito lo traía en brazos y lo metió rápidamente en el auto para que no se congelara. El pobrecito temblaba y castañeteaba los dientes sin parar. Para nuestra sorpresa, llevaba el torso apenas cubierto por una camiseta desgarrada y, de la cintura para abajo, tan solo unos soquetes embarrados. Encendimos la luz interior del coche y también pudimos ver que tenía el cuerpo magullado y arañado. El chico lloraba sin consuelo y nosotros tres perdimos el don del habla. Juanito (que siempre fue un dulce a pesar de su corpulencia), sentado a su lado en el asiento de adelante, lo abrazó con ternura y le dio calor. Solo después de largo rato el mocito empezó a calmarse. Torpemente lo cubrimos con nuestras camperas y la calefacción del vehículo hizo el resto. Juanito regresó a los matorrales pero no pudo encontrar su ropa.


Para los que nos hemos criado en pueblos chicos no ha de resultar difícil imaginar lo que había sucedido aquella noche. El chico tenía voz aflautada y gestos delicados, además de ser bonito. ¿Es necesario dar más detalles? Cuando pudo calentarse y dejar de tiritar, un poco más relajado, nos contó:

- Me llamo Ricky y soy de acá cerca, de Colón.

Tratando de no sacar los brazos desnudos de debajo de los abrigos, nos señaló en dirección del pueblo.

- Esos chabones son de Pergamino y me venían molestando desde hace tiempo con que me querían romper el culo.

Se puso a llorar nuevamente.

Le ofrecimos llevarlo a su casa pero se espantó ante la idea.

- Lo más seguro es que mi viejo me eche a la mierda si me ve así. Hace como un año que no me habla.

La siguiente pregunta de la Felipa parecía inocente y desubicada pero era necesaria:

- ¿Por qué no te habla?

Ricky lo miró con una mezcla de tristeza y burla.

- ¡Vamos! ¿En serio no se imaginan por qué?

Entonces la Felipa y yo tuvimos un dejà vu y se nos disiparon todas las dudas. El gran pecado de Ricky era ser marica y no poder ocultarlo. Al rechazo de su padre se sumaba el desprecio y la desconfianza de los vecinos y las burlas y los abusos de tantos que se la daban de machos pero se calentaban con el ojete del maricón. Si se dejaba por las buenas, bien. Si no, no era lo suficientemente digno de merecer respeto y valía hacérselo por la fuerza. Una historia que se repite y se repite a lo largo y a lo ancho de los cinco continentes. Y muchos ya no podían contarla...

- Me imagino que lo habrán llevado a la policía para que hiciera la denuncia... -dijo de repente don Francisco, apareciendo sorpresivamente por la puerta. Evidentemente, Anselmo no era el único que estaba escuchando nuestro relato. El viejo chusma miró a la rubia con sorpresa y la saludó tocándose la visera de la gorra.

- ¿La llevaron a la policía?

¡Ni locos! Ricky tampoco quiso saber nada con eso.

- Lo más seguro es que me echen la culpa a mí y, una vez en el calabozo, me quieran coger ellos mismos...

No era en absoluto descabellada la idea. El muchachito la tenía clara.

Pero ¿qué hacíamos con él si no quería regresar a su casa en esas condiciones ni quería hacer la denuncia en la comisaría?

- ¿Y si lo llevamos con nosotros a Venado Tuerto? -propuso Juanito.

¡Era una total y completa locura! Por lo tanto, todos estuvimos de acuerdo.

- Los padres los podrían denunciar por secuestro... ¡o corrupción de menores!

Esta vez la que se sumaba a la rueda sin haber sido invitada era doña Jovita, que de leyes algo entiende.

- ¡Nada que ver! -le respondí- El padre se la pasaba borracho noche y día y la madre los había abandonado cuando el chico tenía once años.

Claro que, cuando tomamos aquella descabellada determinación, no lo sabíamos todavía ni pensamos siquiera en las consecuencias. Juanito era muy joven para ser prudente. La Felipa había pasado la vida desafiando al destino y yo... bueno... yo pensaba que el nene era muy lindo.

Poco antes de la medianoche llegamos a la fiesta. Todas las locas nos estaban esperando y Ricky fue recibido con algarabía y solidaridad. Porque las locas somos solidarias ante las desgracias comunes. Las dueñas de casa le curaron las heridas, lo maquillaron y le regalaron ropa, transformándolo en la loca más despampanante que se hubiera visto jamás en el sur de Santa Fe. Fue un antes y un después para el muchachito, que siempre había fantaseado con ser una mujer y nunca se había animado a travestirse.




- Corrupción de menores. No cabe duda. -sentenció don Francisco sin sascarle los ojos de encima a las tetas de la rubia.

- ¡Degenerados! -gritó don Benito desde el pasillo- ¡Engendros de Lucifer!

- Perdóneme, don Artu. -intervino doña Sofía, que también pasaba "casualmente" por allí- Eso que hicieron no me parece que estuviera bien...

- ¡No les des bola, Arturo! -gritó Paca desde la habitación de al lado- ¡Estos son de los que comen santo pero cagan diablo!

De pronto, todos los viejos del hogar estaban discutiendo en la puerta de nuestra habitación si habíamos hecho bien o si habíamos hecho mal. Hasta que Anselmo se cansó de tanto cotorrerío:

- Pero ¿alguien me puede contar qué pasó al final con ese chico?

Un repentino acceso de tos me impidió responder y todos clavaron su mirada en la rubia. Ya no estaban tan preocupados por mi salud y les urgía saber. Así que ella se alisó el pelo y habló con serenidad.

- Nada que no estuviera dentro de lo previsible...

Aquel fin de semana se divirtió como nunca lo había hecho en su vida. Había descubierto que el mundo de las locas era su ambiente natural y por primera vez se sintió libre de ser quien era. Se sintió una sirena que durante quince años había estado fuera del agua y ahora regresaba al mar.

A la noche siguiente, junto a Juanito, supo lo que era el sexo con amor y él la regresó a su casa, en su auto, el domingo por la tarde.

A pesar del solcito, el frío no cedía y parecía más riguroso en aquel barrio miserable. Especialmente en la casucha donde vivía el chico con su padre: una prefabricada de madera y bolsas de polietileno en lugar de vidrios en las ventanas. Cuando apareció el auto, todos los chicos de la cuadra se agolparon a mirar. Ricky todavía iba de loca. No había querido quitarse el vestido ni la peluca ni los tacos. Todos los vecinos lo vieron bajas del coche como si tal cosa. Movía el culo como Mamá Gansa y ni se inmutó ante las cargadas de los más pendejos. Es que ya no era Ricky: a partir de aquella fiesta, Ricky había muerto y Silvana había ocupado su lugar.

Cuando el padre la vio entrar con ese atuendo se quedó paralizado y se le fue la curda de pura indignación. No le dijo nada y esperó a tenerla a mano para quebrarle la mandíbula de una trompada. En la caída, Silvana fue a parar sobre el brasero que usaban para calentar el ranchito. Así y todo, el padre no dijo una sola palabra, levantó la peluca que había ido a parar al otro lado del cuarto y se abalanzó sobre la que él veía todavía como su hijo, con claras intenciones de seguir golpeándola.

- ¡Qué huevos tenía esa chica!

- Sí!!!! Pero ya no los usaba, ja ja ja ja.

Las burlas de los viejos se parecían mucho a los de los tantos vecinos de tantas y tantas Silvanas que van por el mundo buscándose a sí mismas.

- Pero ¿qué pasó al final? -se impacientó doña Nacha.

El padre la hubiera matado a golpes si, en ese momento, Juanito no hubiera entrado para defenderla. De un solo mamporro, el pobre viejo curda quedó tendido en un rincón, semiinconciente. Luego, Juanito levantó a Silvana en brazos y se la llevó a vivir con él a Buenos Aires, donde se amaron por más de diez años.

- ¿Diez años no es mucho para dos trolazos, che, rubia? -se admiró doña Leo, con toda el veneno.

La rubia la miró con furia homicida pero fue Anselmo el que dio la estocada que llamó a silencio a la impertinente guaraní:

- ¿Se da cuenta, vieja? ¡A todo el mundo le duran los maridos menos a usté!

Se generó un silencio denso y pesado. Nadie osaba hablar, hasta que don Santiago habló en nombre de todos.

- ¿Y por qué te separaste del grandulón?

Primero la rubia lo miró sin entender y después sonrió con amargura. Volvió a alisarse el pelo dorado e inspiró profundamente antes de responder.

- Silvana me dejó cuando yo dejé de ser Juan para permitirme ser Carola... Es que ella nunca fue lesbiana...


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La musiquita de hoy es gentileza de Zekys

jueves, 8 de noviembre de 2007

Respeto Andaluz



Esto de recordar es como una pelota de nieve: basta con dejarla rodar para que se haga más y más grande. Yo ando muy memorioso últimamente, al contrario de muchos viejos del hogar, a los que les cuesta identificar qué fue lo que comieron al mediodía. Suele sucederle muchas veces que olvidan lo inmediato pero recuerdan a la perfección el precio del azúcar en agosto de 1931. No es mi caso: yo todavía conservo la mente clara (a pesar de los años) y cada día recuerdo más anécdotas y vivencias. Por más que haya alcanzado la edad en que merezco olvidos antes que recuerdos. Sin embargo, desde mi accidente con la electricidad, las imágenes del pasado me viene a la mente en tropel. ¿Será que me está llegando la hora de dejar de recordar para siempre? Ya seería tiempo ¿no?

La única que disfruta de mi buena memoria es doña Paca, mi gran amiga y compinche. Ella es una mujer brillante, culta y sabia. Pero ha pasado su existencia entre libros y papeles.

- Yo desdeñé mi propia vida en beneficio de la de los personajes de la literatura y hoy descubro que me he quedado irremediablemente sin recuerdos propios -me confesó una tarde-. Lo que no alcanzo a descifrar es si eso es un castigo o un premio.

En cambio, yo he leido poco y he vivido mucho. Tanto que a veces me parece haber vivido más de una vida.


Días atrás, después del desayuno (que es la hora en que cada viejo se pierde en su mundo y nosotros dos podemos aprovechar para charlar tranquilos para evitar interrupciones molestas), le mencionaba a Paca la historia de Albertito que relaté aquí la última vez. Y como una cosa trae a la otra, también le comenté que la noticia me había llegado por primera vez a través de los diarios y que leí los titulares en las habitaciones del Hotel Castelar donde se hospedaba Miguelillo.

- ¿Qué Miguelillo? -preguntó doña Nacha, que acababa de acercarse y no pudo resistir la tentación de meter la cuchara.


- Ah... si yo les contara quién fue Miguelillo se quedarían con la boca abierta...

Más o menos les empecé a contar.

Yo fui el único ser en el mundo al que le permitió llamarlo Miguelillo. "Mi talento es superior y no admite diminutivo" decía. Fue un grande entre los grandes y el artista más exquisito que haya parido la madre España. Yo lo conocí en el '42, cuando él acababa de llegar a Buenos Aires por primera vez. Nos presentó un amigo común, Panchito Guerrero, y jamás voy a olvidar el modo en que me miró Miguelillo en esa oportunidad. ¡Me devoró con la mirada! (en esa época yo era un jovencito muy apetecible). Me sonrió con esa dentadura blanquísima que tenía y me invitó a sentarme a su mesa. Yo acepté y, de pronto para los dos Panchito desapareció de escena sin haberse movido de su sitio. De inmediato, Miguelillo tomó mi mano entre las suyas, siempre enjoyadas de anillos y pulseras, y me dijo:

- Manos perfectas, manos de artistas las tuyas y las mías. Tengo la certeza de que tú y yo haremos grandes cosas juntos.

Yo me sonrojé y él creyó adivinar en mi rubor un signo de inocencia y de pudor. Nada más lejos de la realidad. Mi repentino carmesí respondía a las alocadas fantasías que tales atenciones habían desatado en mi mente calenturienta. Por suerte para ambos, no tardamos en retirarnos a un ámbito más privado e hicimos lo que debíamos hacer.


- Sos un viejo zorro, Arturo -se rió Paca con su media lengua.

- En mis tiempos se les llamaba "putos" -intervino don Francisco en un tono extrañamente ofensivo (él no suele exteriorizar tan francamente su homofobia).

Lo había dicho en voz alta y todos lo oyeron, razón por la cual, poco a poco, el círculo de viejos se fue cerrando a nuestro alrededor. Paca quiso reprenderlo pero yo le hice señaas para que no dijera nada. Los años me han enseñado a reirme e ciertas cosas. Entre ellas, de estas situaciones en que la gente gusta de ahuyentar fantasmas mediante el agravio. ¡Por qué será que los hombres como don Francisco se sienten tan amenazados por las maricas?

- Menos mal que nunca le dijo algo así a Miguelillo -le respondí.


Entonces les empecé a contar la historia de su debut en el Chantecler.


Creo que fue en el '46. Ya estaba Perón en el gobiern y fue la mismísima Eva la que lo mandó a buscar de México.


- Pero ¿no vivía en España el coso ese? -preguntó don Santiago, que había parado las orejas de inmediato cuando escuchó a nombraba a sus ídolos.


- ¡Qué pregunta tan idiota! -exclamó doña Nacha, algo molesta por tanta interrupción- ¿Acaso no sabe que los artistas andan siempre viajando de acá para allá?


De hecho, Miguelillo había vivido en España hasta poco antes de que yo lo conociera, cuando el Generalísimo Franco lo expulsó por maricón y republicano. Una historia muy triste que no viene al caso contar ahora.

Se vino directamente a Buenos Aires con la compañía de Lola Membrives y tuvo un éxito extraordinario. Tanto que a los pocos meses pudo comprar una casona en Belgrano y me llevó a vivir con él.


- Ahora me perdí yo -confesó doña Jovita-. ¿Por qué lo tuvieron que ir a buscar a México si acá le iba tan bien?


- Si quieren les cuento pero nos alejamos bastante de la historia del Chantecler.


- Cuente, cuente -se entusiasmó doña Sofía, siempre tan farandulera, aunque la noticia le llegara con sesenta años de atraso-. Cuente que tiempo es lo que nos sobra.


Lo que sucedió fue que, por estas latitudes, tampoco todo era color de rosa. El general Farrell había dado un golpe de estado y se proponía "purgar la moral de la nación". Así, una mañana recibimos la visita de un funcionario del Ministerio del Interior. Yo mismo le abrí la puerta y lo conduje hasta el estudio, donde Miguelillo preparaba un nuevo cuadro musical. Los dejé a solas. La entrevista duró apenas diez minutos, transcurridos los cuales acompañé al visitante hasta la salida.


- Me tengo que ir -dijo sombríamente Miguelillo.


- ¿A dónde? ¿Qué traje te preparo? -pregunté inocentemente.

- Todos. Me tengo que ir de la Argentina.


La embajada de España había presionado para que se lo deportara y el gobierno argentino había accedido. Pero esta también es una historia larga y triste.

- Sí, sí -opinó doña Nacha- Mejor volvamos a la del Chantecler.


Bien.


El Chantecler era un cabaret de lujo que tenía hasta piscina para los espectáculos de ballet acuático. Era un lugar muy selecto al que concurría la crema de la aristocracia porteña. Un sitio ideal para Miguelillo, que era la gran estrella del momento.
Aquella tarde me pasó a buscar en su auto por el edificio donde yo vivía, a la vuelta del Palacio de Tribunales.

- Pero ¿no vivían juntos los dos, che Arturo??? -interrumpió malintencionadamente doña Leo, que estaba escuchando tras la puerta y no pudo desechar la oportunidad de ponerme en evidencia.

- Usté mejor que nadie debería saber que el amor no dura para siempre -le retruqué en alusión a los tres maridos que la abandonaron a lo largo de su vida.


El golpe le dolió y, ante su silencio, continué con el relato.


Miguelillo era un hombre muy fino pero en absoluto amanerado. A nadie le ocultaba su gusto por los muchachitos bellos pero siempre se mostraba como un señor. Era afecto a vestirse con sedas y terciopelos, a cubrirse de alhajas y usar los mejores perfumes. Sin embargo, nadie podía decir que lo hubiera visto comportarse como una loca. Al menos no en público. Era un poco excéntrico, eso sí. Tenía un Cadillac blanco con tapizados de piel de tigre y un chofer japonés con gorra y uniforme negros (una versión anticipada del Kato que, años depués, encarnaría Bruce Lee en "El Avispón Verde"). Cada vez que el Cadillac se estacionaba en la puerta de mi edificio, se juntaba una multitud de vecinos que aplaudía al verme aparecer, glamorosa y liviana como una Callas. Pero en realidad no era que me aplaudieran a mí sino que festejaban que, al abrir la portezuela, tuvieran la oportunidad de ver los zapatos o las piernas del ídolo. La única vez que Miguelillo tuvo la deferencia de descender para saludar a su público, las emostraciones de afecto fueron tan efusivas que le dejaron la ropa a la miseria. ¡Con lo que él odiaba andar desprolijo!

Como podrán imaginarse, también era muy puntilloso con la puesta de los espectáculos y maniático de los más mínimos detalles. Para el show del Chantecler, se había hecho preparar una réplica de la Cibeles y toda una escenografía que evocara a Madrid. Él cambiaba de vestuario en cinco oportunidades, lo acompañaban más de treinta bailarines y la orquesta tenía dieciséis maestros de renombre.


- Un enfermo de petulante, el gaita...


Era evidente que don Francisco se había levantado de muy mal genio.



El espectáculo comenzó y Miguelillo salió a escena con pantalones blancos ajustadísimos y una camisa de seda amarilla con enormes lunares negros. Todo marchaba de maravillas. Los espectadores no podían salir de su asombro ante la majestuosidad de la puesta y el talento del artista. Todo genial... hasta que, en medio de uno de los temas, como si hubiera estado esperando el momento propicio, uno de la platea le gritó:

- ¡Maricón!


La orquesta siguió tocando algunos compases más pero Miguelillo se detuvo al instante, se plantó en medio del escenario y empezó a escudriñar el auditorio. Ordenó que se apagaran los reflectores e iluminaran la platea. Los que estábamos entre bambalinas temblábamos porque Miguelillo enojado era capaz de cualquier barbaridad. Después me contó él mismo que había descubierto al agresor por la expresión machista de autodeficiencia con que le sostuvo la mirada, orgulloso de haber dicho lo dicho. Entonces Miguelillo se puso frente a él, lo obligó a ponerse de pie y, sin decir agua va, lo noqueó de una trompada.

- Se equivoca usté, caballero -le dijo a continuación-. Entre mis cuatro paredes yo hago mi vida. Pero soy tan hombre como el que más y exijo respeto.