jueves, 6 de diciembre de 2007

LOS SONIDOS DEL SILENCIO


Cuando uno está convalesciente y los huesos le resisten, lo mejor que puede hacer es distraerse y salir a deshumedecerse. Por eso fue que, el sábado último, cuando el Huije y Víctor (su marido chileno) llegaron al hogar para invitarme a una fiesta, acepté de inmediato. Y ya que estábamos, Anselmo se prendió a la partida con silla de ruedas incluída.

- Pero les advierto que se trata de una reunión muy particular... -advirtió el Huije.

- ¿Qué puede ser tan extraño, muchacho? A mi edad ya van quedando muy pocas cosas que me puedan sorprender.

Pero esta estaba entre esas pocas.

Se trataba de una fiesta de chicas y chicos sordos. Lo particular era que, además de sordos, eran homosexuales. ¡Así como lo leen! Chicas y chicos que se asociaron para trabajar en beneficio de sus derechos. ¿De qué se sorprende, Arturo? podrán decir ustedes. Y yo respondería: de nada. Pero resulta que mi mente estrecha jamás había tenido en cuenta que las personas sordas también tienen sexualidad. ¡Tan simple como eso!

- ¿Y cómo nos vamos a entender si ellos no nos escuchan? -preguntó Anselmo, adelantándose a mis pensamientos.

- Yo sé LSA -se apresuró a declarar Víctor.

- Ah, no! A mí no me vengan con estupefacientes -se quejó Anselmo.

- Ninguna droga, don Ansel. LSA significa Lenguaje de Señas Argentino.

- Además, no se preocupen -agregó el Huije- que ellos saben hacerse entender mejor de lo que nosotros somos capaces.

Todo bien, pero uno es un animal de costumbres y lo novedoso siempre acarrea dudas y temores. Está bien que los viejos ya tenemos el cuero duro y solemos bancarnos los malos ratos a fuerza de experiencia pero... ¿qué necesidad teníamos de ir a una fiesta en la que la íbamos a pasar peluda y nos íbamos a sentir incómodos? Miré a Anselmo y leí en sus ojos los mismos pensamientos.

- ¿Preferís que nos quedemos? -le pregunté.

No me respondió al instante. Se echó hacia atrás en la silla, miró atentamente el techo descascarado, lo meditó y tomó una decisión.

- ¿Va a haber morfi?

- Sí -le confirmó Víctor.

- ¡Entonces vamos!

Para Anselmo, cualquier excusa es válida si se trata de zafar (aunque fuera por una noche) de los brebajes y pastiches que en la cocina denominan "dieta balanceada".

Los muchachos nos ayudaron a vestirnos (Anselmo con sus archirrecontrausados pantalones de sarga gris y camisa blanca abrochada hasta el cuello, yo con mi blusa de seda colorada, pantalones de lino blanco y el pañuelo de gasa rosado al cuello) y en menos que canta un gallo ya estábamos subiendo al remise. Durante el viaje nos fuimos poniendo al tanto de otros detalles que no teníamos claros. Por ejemplo: si era una reunión de sordos, ¿qué pito tocábamos nosotros que (más o menos) tenemos nuestras facultades auditivas en regla?

- No, don Artu, -nos explicó el Huije- es una fiesta organizada por los sordos pero abierta a todos los que quieran participar. Uno de los objetivos de la asociación es promover la integración de sus miembros con la comunidad de oyentes.

- Además, -bromeó Víctor- si quiere tocar algún pito, recuerde que son tan putos como nosotros, jajajaja.

Era más que lógico y yo no lo había pensado de puro bruto que soy. Pero al menos pregunté y me saqué la duda. Anselmo, en cambio, estuvo callado todo el tiempo y se refregaba las manos contra las piernas como si quisiera (y/o pudiera) despertarlas para salir corriendo. ¿Se estaba arrepintiendo? Le pasé un brazo por los hombros y le susurré al oído.

- No te preocupes. De última, si nos aburrimos mucho, pedimos otro remise y nos volvemos.

- Después de comer -aclaró por si acaso.

Lo que pasa es que Anselmos siempre la fue de tipo mundano pero nunca fue muy salidor y es más tímido que un conejito.


Por suerte los chicos y chicas de la asociación resultaron un amor. Nos recibieron con algarabía y nos trataron como a reyes. Había como cincuenta personas y nosotros cuatro éramos los únicos oyentes (o al menos eso creímos hasta bien entrada la noche). Además, había gente de todas las edades, desde muchachitos veinteañeros hasta veteranos como nosotros, todos juntos y señándose unos a otros como si las barreras generacionales no existieran. Víctor y el Huije ya eran amigos de la asociación. Yo me ubiqué (por pura casualidad, no vayan a pensar otra cosa) junto a un chico muy bonito, llamado Diego, que me "adoptó" como su abuelo postizo (para gran envidia de la Felipa, si me está mmirando desde el más allá). Anselmo, tan preocupado que estaba, se mezcló entre un grupo de chicas lesbianas que, con el transcurso de la noche, le enseñaron algunas señas importantes: las puteadas básicas como era su interés. El viejo estaba en su salsa, rodeado de chicas jóvenes. ¡Se hacía el chongo el muy ladino! Yo, en cambio, opté por una actitud más contemplativa. Incluso mientras conversaba con Dieguito, fiel a mi costumbre, no dejaba de observar todo lo que sucedía a mi alrededor. Así fue como descubrí con alegría un mundo desconocido hasta entonces.

El desconocimiento es sinónimo de ignorancia. La ignorancia genera prejuicios y los prejuicios son el origen de toda discriminación.

Yo creía que las personas sordas no solo estaban incapacitadas para oir, sino también para hablar o emitir sonidos. Bruto de mí porque no es así en absoluto. Muy lejos de ser una reunión silenciosa, había muchso de los presentes que hablaban con bastante corrección. Dieguito leía mis labios y se expresaba con fluidez. Otros acompañaban sus señas con sonidos guturales que gaurdaban relación con lo que estaban diciendo y reforzaban la comprensión del oyente. No quiero decir que la comunicación fuera sencilla, pero tampoco imposible.

- ¿Cómo la está pasando, don Artu? -me preguntó el Huije cerca de la medianoche.

- Muy bien. -le respondí- Atravesando una vez más por la difícl experiencia de ser minoría.

El Huije sonrió.

- ¿Vio, don Artu? Acá los discapacitados somos nosotros.

- Sí, pero con la ventaja (y, al mismo tiempo, la responsabilidad) de poder capacitarnos.

- Tiene razón.

- Esta sensación de "otredad" es algo que pudimos evitar estudiando lenguaje de señas a su debido tiempo. Nosotros podemos optar por incluirnos en su mundo e incluirlos a ellos en el nuestro. Ellos no pueden dejar de ser sordos pero nosotros podemos aprender a prescindir de nuestro oído. Miralo, si no, a tu marido: él está perfectamente integrado y no se siente sapo de otro pozo.

Víctor iba de grupo en grupo y era un sordo más. No hacía alarde de su audición y era capaz de comunicarse con todos de forma natural. El lenguaje de señas debería ser una asignatura más en las escuelas, como lo es el inglés o la informática. Una herramienta que amplíe nuestras posibilidades de comunicación y que, simultáneamente, no excluya a un sector importante de nuestra propia gente. ¿O acaso me van a decir que es más factible toparse en las calles de Buenos Aires con un yanqui que no hable castellano antes que con un sordo? ¡Cuánto nos falta aprender como sociedad! Cuánto más sencillo sería para ellos superar tantos obstáculos si nosotros nos bajáramos del pedestal de oyentes y adaptáramos nuestro entorno también a sus necesidades. Porque (aunque parezca mentira) el mundo que hemos construido no solo es inhóspito para ciegos, discapacitados motrices o ancianos. También lo es para los sordos e hipoacúsicos. Hablando sobre el tema, Dieguito me contó una de sus tantas anécdotas.

Un día se había propuesto hacerse un examen de VIH y un amigo oyente le había recomendado una institución "amigable" (o sea que, si uno es gay, no hacen problemas). El hecho fue que llegó muy entusiasmado a la puerta del edificio y ¿con qué se encuentra? Con que la puerta estaba cerrada y tenía que utilizar ¡un portero eléctrico!!!!! Es obvio que su sordera no le permite saber si le hablan cuando la persona no está a la vista.

- ¿Y qué hiciste? -le pregunté casi con desesperación, tratando de ponerme en sus zapatos. Lo imaginé sumido en su silenciosa impotencia, con sus hermosísimos ojitos verdes (¡qué tendrá que ver el color de sus ojos!!! jijijiji) y me dieron ganas de abrazarlo y consolarlo... Pero el chico no es tonto y supo afrontar la adversidad de un modo bastante práctico, que a mí tal vez nunca se me hubiera ocurrido: envió un mensaje de texto a su amigo oyente para que llamara por teléfono a la institución y avisara que él estaba en la puerta. No fue sencillo. Tuvo que esperar un buen rato, pero finalmente bajaron a abrirle y todo terminó bien.

Estaba muy interesante la charla con Dieguito pero tuve que interrumpirla para poner en vereda a Anselmo, que ya estaba abusando del alcohol, de la comida y ¡de las chicas! Hasta el momento le había contado cuatro vasos de cerveza y otras tantas hamburguesas. Pero, más que nada, me incomodaba y preocupaba que le hiciera la "mano boba" a una de las jovencitas.

- Viejo atorrante. ¡Desvergonzado! Lo único que falta es que esta gente tan amable te eche por abusivo y sinvergüenza.

- Dejame vivir, Arturo. Hoy es día de parranda.

- Sí. De parranda... Y después gritá "Adiós mundo cruel" porque de acá vas directo a la terapia intensiva.

- ¡Y para qué voy a gritar si acá no me escucha nadie! -se burló el viejo sobrador.

- Ojo, don Ansel, -le advirtió Víctor- que los hipoacúsicos no son completamente sordos y, si tienen audífono, tienen un cierto grado de audición.

Otro dato que desconocíamos.

- Pero no me lo atormenten al amigo. que un vaso de cerveza no le hace mal a nadie.

El que hablaba era un señor, ya de nuestra edad, que había llegado, poco después que nosotros, muy tomado de la mano de otro caballero gordito y simpaticón. Como no dijo nada en el momento de las presentacíones, todos supusimos que él también era sordo.

- Déjeme que me presente. -dijo el hombre, muy ceremonioso y entonado por alguna que otra copita de vino- Mi nombre es Ceferino Puerta, para servirle.

Me apretó la mano hasta hacerme crugir los huesos y, de repente, lanzó una carcajada que me asustó.

- Qué sorpresa encontrar gente normal acá ¿no?

Víctor, Anselmo y yo nos miramos alarmados. Su simpatía inicial comenzaba a desmoronarse. Es increíble cómo el uso desafortunado del lenguaje puede influir negativamente en las personas. Pero parece que nuestras expresiones fueron elocuentes.

- Gente que oye quise decir. Yo tampoco soy sordo.

Ya nos habíamos dado cuenta.

- Esta gente necesita de la ayuda de todos nosotros. -continuó- Son personas sencillas y buenas y nadie les lleva el apunte.

Y bajando el tono de la voz, como si fuera a develar uno de los grandes misterios de la humanidad, agregó:

- Todos se piensan que los sordos son tontos.

Luego sonrió y suspiró como si se hubiera quitado un peso de encima. Víctor asintió con la cabeza y los dos quedamos en silencio sin saber qué responder. Como ninguno decía nada, don Ceferino se sintió motivado para seguir hablando.

- Yo estot con él vaya a saber por qué...

"Él" era el señor con el cual había llegado de la mano, que sí era sordo y se llamaba Juan.

- ... Yo soy muy egoísta y no me gusta nada: ni las mujeres, ni los hombres, ni nada. Soy jubilado de la marina mercante y me pasé la vida embarcado. Así que nada de novias. Por eso no me gustan las mujeres. A él lo conocí hace tres años cuando fui a aprender computación. Nos conocimos y se me prendió como abrojo. Porque yo tengo cáncer desde hace cinco años y no tengo nada ¿vio? Me operaron y me vaciaron como a las mujeres.

Se notaba que Ceferino tenía necesidad de hablar de sus pesares y de justificar su presencia en aquella reunión. Su discurso era un tanto inconexo y, cada tres o cuatro frases, repetía que a él no le gustaban "ni las mujeres, ni los hombres, ni nada", que él era asexuado y que lo habían vaciado "como a una mujer" a causa de un cáncer de próstata. Según sus palabras, la familia lo discriminaba por no haberse casado y ahora la gente lo criticaba por haberse metido con Juan. Además de sordo, Juan es mudo, pero cuando seña emite unos sonidos muy agudos que (de tanto en tanto) dejan oir alguna palabra más o menos clara.

- A este hombre no lo quieren ni los hijos. -se refería al mismo Juan- Yo los conozco a los hijos y les da vergüenza salir a la calle con el padre. Porque él se casó con una mujer cuando era joven... no sé si para tapar algo o para qué... pero ella lo dejó por uno que oía y él crió a los hijos como si fuera una madre. Pero los hijos no lo quieren...

Fruto de la pena y, seguramente, del tinto, sus ojos brillban de ese modo característico de los que ceden ante las emociones.

- Y la gente me critica... Pero ¡cómo no lo voy a llevar a casa si él me cocina y me cuida! Y todo sin obteber ningún beneficio porque conmigo ni sexo ni nada. A mí me vaciaron como a una mujer. Yo tengo cáncer hace cinco años y a él lo conocí en la academia de computación.

Mientras Ceferino hablaba, Juan se acercaba y lo besaba tiernamente en la mejilla, lo abrazaba y le sonreía con tanto amor que me daba envidia.

- Aprendé vos, viejo desamorado -le gruñí a Anselmo, que ni se dio por aludido.

- Esa seña que me hace quiere decir "te quiero".

La seña era la mano extendida con la palma hacia adelante, plegando los dedos anular y mayor.

- Yo aprendí bastantes señas. Él dice que está muy enamorado de mí pero yo no siento nada. Yo soy muy egoísta y siempre viví solo. No me gustan ni las mujeres, ni los hombres, ni nada. Pero esta gente necesita ayuda...

Y no pudo terminar la frase (o terminar de repetirla) porque se puso a llorar. Un poco por el vino, un poco por el tropel de emociones al que le había abierto la tranquera cuando empezó a contarnos su historia.

- A mú me encanta ayudarlos y trato de aprender lo más que puedo. Ya me sé narias señas pero soy duro de sesera... Porque son gente buena y necesitan de nosotros... ¿Ven cómo me quiere? Así está todo el día. Yo ya estoy jubilado y él tiene una pensión por "lo de él" y así vivimos bien. Porque yo soy un egoísta. Yo soy muy egoísta y no me gustan las mujeres, ni los hombres, ni nada...

Como los jóvenes de hoy se pasan el protocolo por el quinto forro (¡lo bien que hacen!), mientras Ceferino lloraba y sin demasiado disimulo, Víctor se alejó de nuestro grupo. Ceferino seguía monologando y Juan no dejaba de besuquearlo y abrazarlo.

- ¿Y ustedes desde cuándo son pareja? -nos preguntó el viejo, así nomás, a boca de jarro y sin previo aviso.

Yo me limité a sonreir. Pero a Anselmo se le atragantó la quinta hamburguesa y fue un asco verlo escupir la comida. Un pedazo de carne a medio masticar, embadurnado con mostaza y salsa ketchup, fue a parar justo, justo, contra el pantalón blanco de un chico muy lindo y atildado, de esos que parecen cuidar más su imagen que su corazón. El lamparón de grasa fue inevitable. Sin embargo, el Huije tuvo los reflejos necesarios para llegar desde la otra punta del salón y maniobrar la silla de ruedas a tiempo de impedir que el vómito subsiguiente impactara contra la humanidad de otro chico cuya sordera no le había permitido ponerse a resguardo. Conclusión: un incidente bochornoso que yo había previsto sin la convicción suficiente como para evitarlo.

El dueño de casa, de todos modos, fue muy atento y considerado y se deshizo en señas para dejarnos en claro que lo importante era que Anselmo se repusiera del mal trance. Quise ocuparme yo mismo de limpiar el estropicio pero no me lo permitió. Un amor de persona. Anselmo quedó hecho un estropajo y las chicas se encargaron de limpiarlo como pudieron. Era más que evidente que la fiesta había terminado para nosotros.

En la casa de un sordo el teléfono fijo no tiene mucha utilidad. Es por eso que el Huije decidió llamar un remise desde su celular. Me apenaba la idea de que, por nuestra culpa, ellos también tuvieran que irse. Pero por fortuna, una de las chicas tenía auto y se ofreció a devolvernos al hogar y luego regresar a la reunión con mis amigos.

El viaje fue interminable.

Cuando llegamos al hogar, Anita, la enfermera de turno, comprobó que todo estuviera en orden antes de que el Huije y la sordita regresaran. Era solo una indigestión. Nada grave.

¡Anselmo no tenía nada grave pero a mí la presión arterial casi me mata!

- ¡Es la última vez que me hacés esto! -le grité cuando llegamos a la habitación- La próxima vez te voy a tener cortito y ¡guay! con pasarte un milímetro de la raya.

Pero después lo pensé mejor.

- ¿Qué digo? ¡Qué próxima vez ni próxima vez! ¡Nunca más salís conmigo!

Es que, cuando me enojo, soy más señora que nunca.


viernes, 23 de noviembre de 2007

HUEVOS DE COLÓN


Y sí... como podrán imaginarse, estuve pachucho una vez más. Por eso tardé tanto tiempo en actualizar. Ya digo yo que lo malo de los años no es que pasen sino que se queden. Pero como no hay mal que por bien no venga, fue una muy buena excusa para que amigos y conocidos se dieran una vuelta por el hogar. Entre todos ellos, tuve una visita muy particular y largamente esperada.

El último domingo fue un día espléndido en Buenos Aires. Un sol tibio entraba por la ventana del cuarto y me ayudaba a desentumecer estas articulaciones que se retoban cada vez con más frecuencia. Por suerte, la fiebre había aflojado y mi cabeza volvía a estar vacía, libre de humores pituitarios, para que las ideas pudieran jugar con el eco de sus voces. Había pasado unos día terribles. A mi edad, una simple gripe puede no ser tan simple. No tanto por el mal en sí como por las espectativas y temores que genera en el entorno. El pobre Anselmo no le daba respiro a la silla de ruedas. Andaba de acá para allá con sus chirridos... Me alcanzaba agua para calmar la tos, le pedía a cada rato a la enfermera de turno que me controlara el suero, contaba los minutos para darme el antibiótico, me hacía compresas de agua fría... Nunca lo había visto tan preocupado.

- No te asustes que todavía no me voy a morir. -le dije en la madrugada del viernes. Estaba sentado en su cama mirándome con carita de perro mojado. Claro que de inmediato se despabiló y regresó a su conocida expresión de viejo duro.

- Ya lo sé. -me gruñó- Y espero que no me contagies la peste. Hace una semana que estás dele toser y, además de contaminar el ambiente, no me dejás dormir.

Ahí nomás roció el aire con Lysoform.

Los más cautos fueron don Santiago y don Francisco, que se acercaban de vez en cuando como quien no quiere la cosa. Echaban una mirada, verificaban que no me hiciera falta nada y se retiraban discretamente.

Mi amiga Paca, postrada como está en su propia cama, me hablaba a los gritos de habitación a habitación. Se entablaba así una comunicación bastante dificultosa. Recuerden que ella tiene parálisis facial y, si ya cuesta entenderle cuando habla normalmente, ¡imaginen cuando grita! Además, a mí la voz no me daba ni para desafinar una canción de cuna, con lo cual la pobre Paca se empeñaba inútilmente en un diálogo imposible. De todos modos, la situación era bastante irregular: las normas del establecimiento prohiben expresamente los gritos y el escándalo. Sin embargo nadie protestó. Ni siquiera doña Leo, que gusta tanto de fiscalizar en los demás el cumplimiento de los reglamentos.

El único que no se acercó en absoluto fue... (adivinen)... don Bentito.

- Está rezando en su cuarto. -me confió casi en un susurro doña Sofía, en medio de la ssiesta del sábado.

- Estoy frito entonces. Debe estar moviendo influencias para que el Flaco INRI me lleve a comparecer de inmediato.

Créase o no, a las pocas horas la fiebre volvió a aparecer y mis flemas eran engendros verdosos que parecían tener vida propia. Eran tan asquerosas que Anselmo llamó al Dr. Fridenberg en persona.

- Todavía tenemos Arturo para rato. -lo tranquilizó el tordo- Pero esta vez se pescó una de las bravas y vamos a tener que combatirla con la bomba H, jajajaja.

Me recetó uno de esos antibióticos para caballos, de esos que se toman una sola vez al día y que te dejan el hígado hecho una piltrafa. Igualmente, cerca de la medianoche, doña Sofía se preocupó por mi ataque de tos.

- Yo sé, Arturo, que usté no cree en estas cosas pero igual le voy a pedir que ponga debajo de su almohada esta estampita de Santa Gertrudis, que es tan milagrosa.

¡O sea que la vieja ya consideraba que mi curación dependía de un mmilagro! Sin embargo y a pesar de que tenía mucha razón en eso de que yo no creo en esas cosas, le agradecí, le recibí la figurita e hice como me indicó... por si las moscas... Uno nunca sabe: por ahí Dios existe y no es cuestión de seguir sumando puntos en contra.

El asunto fue que (gracias al antibiótico para caballos o a la santita) el domingo amanecí mucho mejor. Para el mediodía la temperatura era la normal y podía respìrar sin dificultad.

Fue después del almuerzo cuando Estercita, una de las enfermeras, entró a la habitación y me dijo con una sonrisa de oreja a oreja:

- Vinieron a visitarte, Arturito.

Detrás de ella entró una muchacha enorme, no menos de metro noventa, melena rubia hasta la cintura, unos ojazos azules que partían la tierra, unas piernotas macizas (capaces de sostener toda su humanidad y dos o tres más) y unos pechos... ¡unos pechos!... duros y bien moldeados, que asomaban su quirúrgica solvencia por sobre el escote de la blusa ajustada. La pollerita también le ajustaba y le moldeaba un culo que hubiera acomplejado a la propia Moria Casán. Anselmo se quedó lelo al verla. Parece que el viejo baboso todavía fabrica testosterona.

Yo la miré con otros ojos, por supuesto. Algo en su rostro me resultaba familiar pero no alcanzaba a reconocerla.

- Tantos años busc´nadolo y por fin lo encuentro, don Arturo. Su voz era más bien ronca y noté cierto esfuerzo por aflautarla.

- Viejo ingrato, yo que lo quiero tanto y usté ni se acuerda de mí... Le voy a dar una pista: noche de invierto del '90 y Ruta 8.

Entonces los recuerdos comenzaron a llegar en tropel.

Aquella noche íbamos con la Felipa y uno de sus "sobrinos", Juanito, un hombretón de 24 años, físico y vocación de patovica. Nuestro rumbo: la ciudad de Venado Tuerto, donde nos esperaba una gran fiesta entre locas. Era viernes por la tarde y teníamos pensado disfrutar de un fin de semana inolvidable.

Habíamos pasado Pergamino. La ruta estaba desierta. Yo les iba contendo de aquella vez en que volé a Madrid en busca de un amor pretérito. ¿De qué más podíamos hablar que no fuera de hombres? Juanito iba al volante y (debo confesarlo) a una velocidad poco prudente. La juventud es así (cree tener la vida comprada) y los dos viejos íbamos demasiado distraídos como para llamarlo al orden.

De repente, se escuchó una explosión y Juanito perdió el control del vehículo. El auto hizo un trompo en medio de la ruta y estuvo a punto de volcar, pero finalmente se detuvo en la banquina y los tres resultamos ilesos. No obstante, la Felipa tuvo un ataque de nervios y salió corriendo del auto como si lo reclamara el diablo. Ahora que lo recuerdo y no hubo que lamentar una tragedia, reparo en lo gracioso que se veía el viejo, rengueando como un muñequito de cuerda, sacudiendo los brazos en alto y a los gritos por el borde del asfalto. Juanito salió en su persecusión y yo en tercer lugar: no fuera que el auto estallara por los aires como sucede en las películas.

Allí nos llevamos la primera sorpresa de la noche. De entre la maleza que rodea la ruta, surgió una camioneta destartalada que casi atropella a la Felipa.

Los tres nos quedamos petrificados y, en el medio de la oscuridad de la noche, la Felipa cayó al suelo como bolsa de papas. Juanito no llegó a tiempo para evitar el golpe y yo corrí, como pude, hasta llegar a ellos. Yo me di cuenta enseguida de que aquel desmayo no era más que una de las tantas puestas en escena con la cual mi amigo pretendía llamar la atención. Juanito tardó un poco más y trataba de hacerlo volver en sí con golpecitos en las mejillas. En tanto, la camioneta se alejaba hacia Pergamino tosiendo humo por el caño de escape.

Cuando se apagaron los bufidos asmáticos de la máquina, la Felipa ya se había sentado sobre el asfalto y simulaba desconcierto. Pero del mismo modo en que lo suyo siempre fue la danza, en lo actoral tendía a la sobreactuación. Y esa tara lo traicionó. Miró hacia el horizonte entornando la mirada y preguntó con voz profunda:

- ¿Quién estoy? ¿Dónde soy?

Juanito, que justo en ese momento comenzaba a alzarlo entre sus brazos, se enfureció y lo dejó caer nuevamente. Fue una escena memorable que seguramente no podré reproducir en toda su comicidad. Otra vez la Felipa en el suelo gritando exageradamente y Juanito maldiciendo a los cielos con las manotas en la cabeza. Yo, por mi parte, muerto de risa y ¡congelado! Si el reuma me lo hubiera permitido, también me hubiera echado al suelo para carcajearme a gusto.

Al poco rato todo retornó a la calma. La ruta seguía desierta y hacía un frío de la hostia. La Felipa todavía estaba tendido en el suelo, Juanito ya se había serenado y yo me colgué de su brazo, tan fuerte y poderoso. A su lado, la paz del campo era una delicia.

Después regresamos al auto y nos dimos cuenta de que todo el incidente había sido por culpa de un reventón. Juanito se dispuso a cambiar el neumático y la Felipa y yo le hacíamos el apoyo sicológico para que no volviera a enfurecerse.

En eso estábamos cuando, en medio de aquella quietud de cementerio, se oyó un quejido de dolor. Y luego otro y otro. El sonido provenía de los matorrales y, haciendo alarde de su físico, Juanito se internó entre los yuyales en busca de la persona que emitía aquellos desagradables lamentos. La reacción de la Felipa, criado también en un pueblo, no fue tan altruísta.

- ¡No vayas! ¡No vayas! ¡Puede ser un mandinga!

Pero no se trataba de ningún siervo diabólico. Era un chico rubiecito y menudito con cara de bebé. Tendría unos quince o dieciséis años. Juanito lo traía en brazos y lo metió rápidamente en el auto para que no se congelara. El pobrecito temblaba y castañeteaba los dientes sin parar. Para nuestra sorpresa, llevaba el torso apenas cubierto por una camiseta desgarrada y, de la cintura para abajo, tan solo unos soquetes embarrados. Encendimos la luz interior del coche y también pudimos ver que tenía el cuerpo magullado y arañado. El chico lloraba sin consuelo y nosotros tres perdimos el don del habla. Juanito (que siempre fue un dulce a pesar de su corpulencia), sentado a su lado en el asiento de adelante, lo abrazó con ternura y le dio calor. Solo después de largo rato el mocito empezó a calmarse. Torpemente lo cubrimos con nuestras camperas y la calefacción del vehículo hizo el resto. Juanito regresó a los matorrales pero no pudo encontrar su ropa.


Para los que nos hemos criado en pueblos chicos no ha de resultar difícil imaginar lo que había sucedido aquella noche. El chico tenía voz aflautada y gestos delicados, además de ser bonito. ¿Es necesario dar más detalles? Cuando pudo calentarse y dejar de tiritar, un poco más relajado, nos contó:

- Me llamo Ricky y soy de acá cerca, de Colón.

Tratando de no sacar los brazos desnudos de debajo de los abrigos, nos señaló en dirección del pueblo.

- Esos chabones son de Pergamino y me venían molestando desde hace tiempo con que me querían romper el culo.

Se puso a llorar nuevamente.

Le ofrecimos llevarlo a su casa pero se espantó ante la idea.

- Lo más seguro es que mi viejo me eche a la mierda si me ve así. Hace como un año que no me habla.

La siguiente pregunta de la Felipa parecía inocente y desubicada pero era necesaria:

- ¿Por qué no te habla?

Ricky lo miró con una mezcla de tristeza y burla.

- ¡Vamos! ¿En serio no se imaginan por qué?

Entonces la Felipa y yo tuvimos un dejà vu y se nos disiparon todas las dudas. El gran pecado de Ricky era ser marica y no poder ocultarlo. Al rechazo de su padre se sumaba el desprecio y la desconfianza de los vecinos y las burlas y los abusos de tantos que se la daban de machos pero se calentaban con el ojete del maricón. Si se dejaba por las buenas, bien. Si no, no era lo suficientemente digno de merecer respeto y valía hacérselo por la fuerza. Una historia que se repite y se repite a lo largo y a lo ancho de los cinco continentes. Y muchos ya no podían contarla...

- Me imagino que lo habrán llevado a la policía para que hiciera la denuncia... -dijo de repente don Francisco, apareciendo sorpresivamente por la puerta. Evidentemente, Anselmo no era el único que estaba escuchando nuestro relato. El viejo chusma miró a la rubia con sorpresa y la saludó tocándose la visera de la gorra.

- ¿La llevaron a la policía?

¡Ni locos! Ricky tampoco quiso saber nada con eso.

- Lo más seguro es que me echen la culpa a mí y, una vez en el calabozo, me quieran coger ellos mismos...

No era en absoluto descabellada la idea. El muchachito la tenía clara.

Pero ¿qué hacíamos con él si no quería regresar a su casa en esas condiciones ni quería hacer la denuncia en la comisaría?

- ¿Y si lo llevamos con nosotros a Venado Tuerto? -propuso Juanito.

¡Era una total y completa locura! Por lo tanto, todos estuvimos de acuerdo.

- Los padres los podrían denunciar por secuestro... ¡o corrupción de menores!

Esta vez la que se sumaba a la rueda sin haber sido invitada era doña Jovita, que de leyes algo entiende.

- ¡Nada que ver! -le respondí- El padre se la pasaba borracho noche y día y la madre los había abandonado cuando el chico tenía once años.

Claro que, cuando tomamos aquella descabellada determinación, no lo sabíamos todavía ni pensamos siquiera en las consecuencias. Juanito era muy joven para ser prudente. La Felipa había pasado la vida desafiando al destino y yo... bueno... yo pensaba que el nene era muy lindo.

Poco antes de la medianoche llegamos a la fiesta. Todas las locas nos estaban esperando y Ricky fue recibido con algarabía y solidaridad. Porque las locas somos solidarias ante las desgracias comunes. Las dueñas de casa le curaron las heridas, lo maquillaron y le regalaron ropa, transformándolo en la loca más despampanante que se hubiera visto jamás en el sur de Santa Fe. Fue un antes y un después para el muchachito, que siempre había fantaseado con ser una mujer y nunca se había animado a travestirse.




- Corrupción de menores. No cabe duda. -sentenció don Francisco sin sascarle los ojos de encima a las tetas de la rubia.

- ¡Degenerados! -gritó don Benito desde el pasillo- ¡Engendros de Lucifer!

- Perdóneme, don Artu. -intervino doña Sofía, que también pasaba "casualmente" por allí- Eso que hicieron no me parece que estuviera bien...

- ¡No les des bola, Arturo! -gritó Paca desde la habitación de al lado- ¡Estos son de los que comen santo pero cagan diablo!

De pronto, todos los viejos del hogar estaban discutiendo en la puerta de nuestra habitación si habíamos hecho bien o si habíamos hecho mal. Hasta que Anselmo se cansó de tanto cotorrerío:

- Pero ¿alguien me puede contar qué pasó al final con ese chico?

Un repentino acceso de tos me impidió responder y todos clavaron su mirada en la rubia. Ya no estaban tan preocupados por mi salud y les urgía saber. Así que ella se alisó el pelo y habló con serenidad.

- Nada que no estuviera dentro de lo previsible...

Aquel fin de semana se divirtió como nunca lo había hecho en su vida. Había descubierto que el mundo de las locas era su ambiente natural y por primera vez se sintió libre de ser quien era. Se sintió una sirena que durante quince años había estado fuera del agua y ahora regresaba al mar.

A la noche siguiente, junto a Juanito, supo lo que era el sexo con amor y él la regresó a su casa, en su auto, el domingo por la tarde.

A pesar del solcito, el frío no cedía y parecía más riguroso en aquel barrio miserable. Especialmente en la casucha donde vivía el chico con su padre: una prefabricada de madera y bolsas de polietileno en lugar de vidrios en las ventanas. Cuando apareció el auto, todos los chicos de la cuadra se agolparon a mirar. Ricky todavía iba de loca. No había querido quitarse el vestido ni la peluca ni los tacos. Todos los vecinos lo vieron bajas del coche como si tal cosa. Movía el culo como Mamá Gansa y ni se inmutó ante las cargadas de los más pendejos. Es que ya no era Ricky: a partir de aquella fiesta, Ricky había muerto y Silvana había ocupado su lugar.

Cuando el padre la vio entrar con ese atuendo se quedó paralizado y se le fue la curda de pura indignación. No le dijo nada y esperó a tenerla a mano para quebrarle la mandíbula de una trompada. En la caída, Silvana fue a parar sobre el brasero que usaban para calentar el ranchito. Así y todo, el padre no dijo una sola palabra, levantó la peluca que había ido a parar al otro lado del cuarto y se abalanzó sobre la que él veía todavía como su hijo, con claras intenciones de seguir golpeándola.

- ¡Qué huevos tenía esa chica!

- Sí!!!! Pero ya no los usaba, ja ja ja ja.

Las burlas de los viejos se parecían mucho a los de los tantos vecinos de tantas y tantas Silvanas que van por el mundo buscándose a sí mismas.

- Pero ¿qué pasó al final? -se impacientó doña Nacha.

El padre la hubiera matado a golpes si, en ese momento, Juanito no hubiera entrado para defenderla. De un solo mamporro, el pobre viejo curda quedó tendido en un rincón, semiinconciente. Luego, Juanito levantó a Silvana en brazos y se la llevó a vivir con él a Buenos Aires, donde se amaron por más de diez años.

- ¿Diez años no es mucho para dos trolazos, che, rubia? -se admiró doña Leo, con toda el veneno.

La rubia la miró con furia homicida pero fue Anselmo el que dio la estocada que llamó a silencio a la impertinente guaraní:

- ¿Se da cuenta, vieja? ¡A todo el mundo le duran los maridos menos a usté!

Se generó un silencio denso y pesado. Nadie osaba hablar, hasta que don Santiago habló en nombre de todos.

- ¿Y por qué te separaste del grandulón?

Primero la rubia lo miró sin entender y después sonrió con amargura. Volvió a alisarse el pelo dorado e inspiró profundamente antes de responder.

- Silvana me dejó cuando yo dejé de ser Juan para permitirme ser Carola... Es que ella nunca fue lesbiana...


_________________________________

La musiquita de hoy es gentileza de Zekys

jueves, 8 de noviembre de 2007

Respeto Andaluz



Esto de recordar es como una pelota de nieve: basta con dejarla rodar para que se haga más y más grande. Yo ando muy memorioso últimamente, al contrario de muchos viejos del hogar, a los que les cuesta identificar qué fue lo que comieron al mediodía. Suele sucederle muchas veces que olvidan lo inmediato pero recuerdan a la perfección el precio del azúcar en agosto de 1931. No es mi caso: yo todavía conservo la mente clara (a pesar de los años) y cada día recuerdo más anécdotas y vivencias. Por más que haya alcanzado la edad en que merezco olvidos antes que recuerdos. Sin embargo, desde mi accidente con la electricidad, las imágenes del pasado me viene a la mente en tropel. ¿Será que me está llegando la hora de dejar de recordar para siempre? Ya seería tiempo ¿no?

La única que disfruta de mi buena memoria es doña Paca, mi gran amiga y compinche. Ella es una mujer brillante, culta y sabia. Pero ha pasado su existencia entre libros y papeles.

- Yo desdeñé mi propia vida en beneficio de la de los personajes de la literatura y hoy descubro que me he quedado irremediablemente sin recuerdos propios -me confesó una tarde-. Lo que no alcanzo a descifrar es si eso es un castigo o un premio.

En cambio, yo he leido poco y he vivido mucho. Tanto que a veces me parece haber vivido más de una vida.


Días atrás, después del desayuno (que es la hora en que cada viejo se pierde en su mundo y nosotros dos podemos aprovechar para charlar tranquilos para evitar interrupciones molestas), le mencionaba a Paca la historia de Albertito que relaté aquí la última vez. Y como una cosa trae a la otra, también le comenté que la noticia me había llegado por primera vez a través de los diarios y que leí los titulares en las habitaciones del Hotel Castelar donde se hospedaba Miguelillo.

- ¿Qué Miguelillo? -preguntó doña Nacha, que acababa de acercarse y no pudo resistir la tentación de meter la cuchara.


- Ah... si yo les contara quién fue Miguelillo se quedarían con la boca abierta...

Más o menos les empecé a contar.

Yo fui el único ser en el mundo al que le permitió llamarlo Miguelillo. "Mi talento es superior y no admite diminutivo" decía. Fue un grande entre los grandes y el artista más exquisito que haya parido la madre España. Yo lo conocí en el '42, cuando él acababa de llegar a Buenos Aires por primera vez. Nos presentó un amigo común, Panchito Guerrero, y jamás voy a olvidar el modo en que me miró Miguelillo en esa oportunidad. ¡Me devoró con la mirada! (en esa época yo era un jovencito muy apetecible). Me sonrió con esa dentadura blanquísima que tenía y me invitó a sentarme a su mesa. Yo acepté y, de pronto para los dos Panchito desapareció de escena sin haberse movido de su sitio. De inmediato, Miguelillo tomó mi mano entre las suyas, siempre enjoyadas de anillos y pulseras, y me dijo:

- Manos perfectas, manos de artistas las tuyas y las mías. Tengo la certeza de que tú y yo haremos grandes cosas juntos.

Yo me sonrojé y él creyó adivinar en mi rubor un signo de inocencia y de pudor. Nada más lejos de la realidad. Mi repentino carmesí respondía a las alocadas fantasías que tales atenciones habían desatado en mi mente calenturienta. Por suerte para ambos, no tardamos en retirarnos a un ámbito más privado e hicimos lo que debíamos hacer.


- Sos un viejo zorro, Arturo -se rió Paca con su media lengua.

- En mis tiempos se les llamaba "putos" -intervino don Francisco en un tono extrañamente ofensivo (él no suele exteriorizar tan francamente su homofobia).

Lo había dicho en voz alta y todos lo oyeron, razón por la cual, poco a poco, el círculo de viejos se fue cerrando a nuestro alrededor. Paca quiso reprenderlo pero yo le hice señaas para que no dijera nada. Los años me han enseñado a reirme e ciertas cosas. Entre ellas, de estas situaciones en que la gente gusta de ahuyentar fantasmas mediante el agravio. ¡Por qué será que los hombres como don Francisco se sienten tan amenazados por las maricas?

- Menos mal que nunca le dijo algo así a Miguelillo -le respondí.


Entonces les empecé a contar la historia de su debut en el Chantecler.


Creo que fue en el '46. Ya estaba Perón en el gobiern y fue la mismísima Eva la que lo mandó a buscar de México.


- Pero ¿no vivía en España el coso ese? -preguntó don Santiago, que había parado las orejas de inmediato cuando escuchó a nombraba a sus ídolos.


- ¡Qué pregunta tan idiota! -exclamó doña Nacha, algo molesta por tanta interrupción- ¿Acaso no sabe que los artistas andan siempre viajando de acá para allá?


De hecho, Miguelillo había vivido en España hasta poco antes de que yo lo conociera, cuando el Generalísimo Franco lo expulsó por maricón y republicano. Una historia muy triste que no viene al caso contar ahora.

Se vino directamente a Buenos Aires con la compañía de Lola Membrives y tuvo un éxito extraordinario. Tanto que a los pocos meses pudo comprar una casona en Belgrano y me llevó a vivir con él.


- Ahora me perdí yo -confesó doña Jovita-. ¿Por qué lo tuvieron que ir a buscar a México si acá le iba tan bien?


- Si quieren les cuento pero nos alejamos bastante de la historia del Chantecler.


- Cuente, cuente -se entusiasmó doña Sofía, siempre tan farandulera, aunque la noticia le llegara con sesenta años de atraso-. Cuente que tiempo es lo que nos sobra.


Lo que sucedió fue que, por estas latitudes, tampoco todo era color de rosa. El general Farrell había dado un golpe de estado y se proponía "purgar la moral de la nación". Así, una mañana recibimos la visita de un funcionario del Ministerio del Interior. Yo mismo le abrí la puerta y lo conduje hasta el estudio, donde Miguelillo preparaba un nuevo cuadro musical. Los dejé a solas. La entrevista duró apenas diez minutos, transcurridos los cuales acompañé al visitante hasta la salida.


- Me tengo que ir -dijo sombríamente Miguelillo.


- ¿A dónde? ¿Qué traje te preparo? -pregunté inocentemente.

- Todos. Me tengo que ir de la Argentina.


La embajada de España había presionado para que se lo deportara y el gobierno argentino había accedido. Pero esta también es una historia larga y triste.

- Sí, sí -opinó doña Nacha- Mejor volvamos a la del Chantecler.


Bien.


El Chantecler era un cabaret de lujo que tenía hasta piscina para los espectáculos de ballet acuático. Era un lugar muy selecto al que concurría la crema de la aristocracia porteña. Un sitio ideal para Miguelillo, que era la gran estrella del momento.
Aquella tarde me pasó a buscar en su auto por el edificio donde yo vivía, a la vuelta del Palacio de Tribunales.

- Pero ¿no vivían juntos los dos, che Arturo??? -interrumpió malintencionadamente doña Leo, que estaba escuchando tras la puerta y no pudo desechar la oportunidad de ponerme en evidencia.

- Usté mejor que nadie debería saber que el amor no dura para siempre -le retruqué en alusión a los tres maridos que la abandonaron a lo largo de su vida.


El golpe le dolió y, ante su silencio, continué con el relato.


Miguelillo era un hombre muy fino pero en absoluto amanerado. A nadie le ocultaba su gusto por los muchachitos bellos pero siempre se mostraba como un señor. Era afecto a vestirse con sedas y terciopelos, a cubrirse de alhajas y usar los mejores perfumes. Sin embargo, nadie podía decir que lo hubiera visto comportarse como una loca. Al menos no en público. Era un poco excéntrico, eso sí. Tenía un Cadillac blanco con tapizados de piel de tigre y un chofer japonés con gorra y uniforme negros (una versión anticipada del Kato que, años depués, encarnaría Bruce Lee en "El Avispón Verde"). Cada vez que el Cadillac se estacionaba en la puerta de mi edificio, se juntaba una multitud de vecinos que aplaudía al verme aparecer, glamorosa y liviana como una Callas. Pero en realidad no era que me aplaudieran a mí sino que festejaban que, al abrir la portezuela, tuvieran la oportunidad de ver los zapatos o las piernas del ídolo. La única vez que Miguelillo tuvo la deferencia de descender para saludar a su público, las emostraciones de afecto fueron tan efusivas que le dejaron la ropa a la miseria. ¡Con lo que él odiaba andar desprolijo!

Como podrán imaginarse, también era muy puntilloso con la puesta de los espectáculos y maniático de los más mínimos detalles. Para el show del Chantecler, se había hecho preparar una réplica de la Cibeles y toda una escenografía que evocara a Madrid. Él cambiaba de vestuario en cinco oportunidades, lo acompañaban más de treinta bailarines y la orquesta tenía dieciséis maestros de renombre.


- Un enfermo de petulante, el gaita...


Era evidente que don Francisco se había levantado de muy mal genio.



El espectáculo comenzó y Miguelillo salió a escena con pantalones blancos ajustadísimos y una camisa de seda amarilla con enormes lunares negros. Todo marchaba de maravillas. Los espectadores no podían salir de su asombro ante la majestuosidad de la puesta y el talento del artista. Todo genial... hasta que, en medio de uno de los temas, como si hubiera estado esperando el momento propicio, uno de la platea le gritó:

- ¡Maricón!


La orquesta siguió tocando algunos compases más pero Miguelillo se detuvo al instante, se plantó en medio del escenario y empezó a escudriñar el auditorio. Ordenó que se apagaran los reflectores e iluminaran la platea. Los que estábamos entre bambalinas temblábamos porque Miguelillo enojado era capaz de cualquier barbaridad. Después me contó él mismo que había descubierto al agresor por la expresión machista de autodeficiencia con que le sostuvo la mirada, orgulloso de haber dicho lo dicho. Entonces Miguelillo se puso frente a él, lo obligó a ponerse de pie y, sin decir agua va, lo noqueó de una trompada.

- Se equivoca usté, caballero -le dijo a continuación-. Entre mis cuatro paredes yo hago mi vida. Pero soy tan hombre como el que más y exijo respeto.

sábado, 20 de octubre de 2007

EL ROSA Y EL VERDE OLIVA


La última vez les contaba de mi día de perros y de cómo terminé en el sanatorio. Aquí va lo que sigue. Siempre hay más.

Como ya dije, después del "electroshock" desperté a los tres días. Para los médicos (que pronosticaban un severo daño neurológico sin tener en cuenta que mi cerebro YA está bastante quemado) se trató de un verdadero milagro. Para mí, en cambio (ajeno como soy a toda mística) me salvé de puto cabeza dura: pienso seguir en este mundo hasta que mis huesitos se hagan polvo ante un soplido. Y les puedo asegurar que ya han sobrevivido a varios huracanes.

Les juro que vi la luz blanca de la que tanto se habla. Pero ni borracho me dejaba seducir por algo tan evidente: ¿o acaso se creen que soy tan iluso como para pensar que voy a entrar en el paraíso? Si se enterara de mi experiencia, apuesto doble contra sencillo que Víctor Sueiro se mordería los codos de la envidia. ¡Miren si me voy a morir justo ahora que estoy en la flor de la edad! Además, ya se sabe que los viejos maricones somos resistentes a la electricidad.

Esto me trae a la cabeza una historia que me obliga a cambiar el rumbo y escribir sobre algo muy distinto a lo que tenía pensado para hoy.

Recuerdo el caso de Albertito Lorenzo Unzué, una marica afrancesada que iba muy por la vida sacando chapa de doble apellido (porque Lorenzo era su apellido paterno, hijo como era de don Gervasio Lorenzo Lamas, miembro encumbrado de la aristocracia terrateniente de aquellos años). Debo reconocer que Albertito no era un buen muchacho y que me entreveré con él por culpa de mi inexperiencia juvenil, deslumbrado por las luces del centro que me hicieron meter la pata y por lo lujos a los que accedíamos gracias al prestigio de su familia. Porque Albertito era algo así como un Isidorito Cañones, pero maricón y malicioso. Afortunadamente, quiso el destino (y mi amigo la Felipa que me abrió los ojos) que me apartara a tiempo de su lado. De otro modo, quién sabe lo que hubiera sido de mí. A juzgar por lo que fue de él, nada bueno me hubiera esperado.

Entre otras lindezas, sacándole el jugo a su título de abogado, Albertito se especializaba en defender a jóvenes convictos a los que les conseguía la libertad a cambio de servicios sexuales. Lo sé de primera mano por haber participado alguna vez de esas "aventuras". No me enorgullece pero... así es la vida.

El caso es que todo iba de perlas para él. Tenía dinero y diversión a granel. Incluso más de lo que necesitaba. Hasta que un día, uno de sus clientes le tendió una trampa.

A principios de los cuarenta, Albertito había hecho migas con Rómulo y con Horacio, otras dos maricas de abolengo que organizaban fiestitas privadas en las que "se mezclaba el rosa con el verde oliva", como dijeron las crónicas de la época. El cebo para asistir a esas festicholas era la concurrencia de jóvenes cadetes del ejército dispuestos a presentar batalla en todos los frentes y las retaguardias. Según cuentan, los cadetes iban "engañados" (juajuajuajuajuajuajua) por una bella modelo publicitaria de aquellos años que era la cara visible de un jabón de tocador muy popular. Cuando llegaban al departamento de Junín y Charcas, la chica se esfumaba y los dueños de casa los "invitaban" a participar de la reunión. Y muchos se quedaban. ¿Por qué? Vaya uno a saber: en todas las épocas hubo "curiosos" y tapados, jijijiji. Fuera como fuera, para asegurarse el silencio y la discresión de los que no se iban, Horacio y Rómulo los fotografiaban mostrando el potito con el solo atuendo de la gorra o las botas.



El desgraciado de Albertito jamás me invitó a una de esas fiestas.

En cambio, sí concurrió en compañía de Manuel, un rubiecito que en ese mismo año 42 había cumplido los dieciocho y acababa de pasar unos días en la cárcel por un delito menor. Según se cuenta, Manuelito se quedó muy traumado después de aquella experiencia en la cual lo "obligaron a hacer de mina" y, para vengarse, terminó batiendo todo a la policía.

¡No saben el revuelo que se armó! Hubo tribunal de guerra, juicio civil, escándalo nacional. Un chico llamado Jorge (con el que habíamos tenido una breve historia) se suicidó. Rómulo y Horacio fueron en cana. No sé cuántos cadetes y oficiales del ejército fueron dados de baja y arrestados. ¡Un desastre!

Y Albertito terminó exiliado en Montevideo.

Pero no la sacó nada barata. Don Gervasio se encargó de que así fuera: lo internó en una clínica siquiátrica que prometía "curar" al invertido y eliminar de sus hábitos las prácticas indecentes. Allí, la tortura a la que lo sometieron fue metódica y por demás cruel.

Primero probaron con el sicoanálisis, a través del cual pretendieron hacerle ver lo perverso de sus actos. No conformes con los resultados, probaron con terapias aversivas, consistentes en la administración endovenosa de drogas que inhibían el deseo sexual. Sin embargo, parece que esas drogas lograban que el "amigo" de Albertito no se pusiera firme pero las ganas no se le pasaban. La siguiente fase del "tratamiento" consistía en sesiones de electroshock. Y aquí está la razón por la que me acordé de esta historia.

Contaba Albertito que lo ataban con correas a una camilla y le ponía electrodos en la cabeza. Cuando accionaban el "switch", el dolor era indescriptible. La mejor de las películas de horror era un juego de niños en comparación con aquella tortura terapéutica. Él mismo decía que se había convertido en un vegetal. Y lo hubiera sido realmente si no fuera que los vegetales no se cagan ni se mean encima. Así estuvo durante más de ocho meses, hasta que un día otro interno le contó el caso de un muchachito al que lo habían castrado para que dejara de calentarse con los hombres.

- C'était trop fort! -se espantaba Albertito años después. Él solía mechar frases en francés en sus conversaciones para que todos supiéramos que era un dandy.

Según su versión, se escapó de la clínica tras concretar un perfecto plan de fuga y luego obligó a sus familia a levantarle el castigo. Pero lo cierto fue que don Gervasio no soportó la deshonra y estiró la pata, justo a tiempo para que su viuda pudiera salvar los testículos de su primogénito. No obstante, la condena continuó. Lo obligaron a trabajar y a contraer matrimonio con la hija del capataz de la estancia que la familia tenía en Canelones. Con los años, esta chica llegó a parir dos hijos hermosos que no se parecen en nada a los Lorenzo. El mismo Albertito sembró la duda:

- A esa negra pata sucia jamás la toqué ni con un palo.

No corrieron la misma suerte los peoncitos más tiernitos de la estancia. Y también hubo denuncias judiciales por las que, a finales de los sesenta, Albertito tuvo que regresar a Buenos Aires para no hacer olas.

¡La Felipa lo odió desde el primer día en que lo vio! Siempre tuvo mejor ojo clínico que yo. Durante la época de los milicos, dice que se lo encontró en una tetera. Tuvieron un "intercambio de palabras" y la Felipa le escupió un ojo. Albertito sacó un pañuelo de seda y se limpió la escupida mientras le decía:

- Sos muy poco educada, ma chérie. No te vendría nada mal que te enseñaran modales en el cuartel de unos amigos míos.



Hoy en día recuerdo aquellos años y llego a la conclusión de que todo ha cambiado para que todo siga igual.

Yo no soy quien para juzgar, pero estoy seguro de que Albertito se merecía aquellos padecimientos y mucho más. Sin embargo, sé de muchos otros jóvenes de los cincuentas para los cuales la electricidad representó un infierno más que una bendición tecnológica.

Esos jóvenes (no muy diferentes a los que hoy gozan de la libertad de ir a bailar a Ameri-k o de poder soñar con una historia de amor sin que el mundo se espante) hicieron de la neurosis su tabla de salvación. No fueron pocos los que, como Jorgito, se quitaron la vida. Quien más, quien menos, todos hemos pagado con infelicidad y angustia un delito que no hemos cometido sencillamente porque ser hombre y desear a otro hombre no es delito, ni pecado ni enfermedad.

Los profesionales involucrados en esas prácticas aberrantes con que pretendieron hacernos desaparecer fueron verdaderos nazis amparados como ratas detrás de sus tesis y sus bibliografías. Puedo verlos regodeándose en el sufrimiento de las víctimas de su exterminio, a sabiendas de que no existe cura para lo que no es enfermedad. Ya lo había dicho el mismo Freud: "El emprender la reconvención de un homosexual no resulta más esperanzador que el emprender la operación inversa, con la particularidad de que, por razones de índole práctica, esta última no se ha intentado nunca". El mismo Freud que también había afirmado que "la homosexualidad no es una ventaja, pero tampoco es algo de lo que uno deba avergonzarse". Claro que esos "profesionales" siempre estuvieron dispuestos a cagarse en todo, salvo en sus prejuicios.

El mundo siempre estuvo loco y, aún hoy, sigue creyendo que la única cordura posible es la heterosexual.

domingo, 14 de octubre de 2007

Con los pelos de punta


Tiempo sin actualizar... Pero he regresado en gloria y majestad. Se dice que hierba mala nunca muere. Y este viejito todavía tiene muchas historias que contar.

Hace dos semanas me levanté al alba, como todos los días. Por costumbre, nada más: a mi edad quedan pocas tareas impostergables y lo que sobra es el descanso. Anselmo dormía a pata suelta y, como es habitual, sus ronquidos hacían contrapunto con los de doña Leonor, que llegaban desde la habitación de al lado.

Ante la imposibilidad de seguir durmiendo, me levanté despacito y, en la oscuridad, tanteé sobre la mesa de luz en busca de la perilla del velador, con tanta mala suerte que sin querer tiré al suelo el vaso con agua en el que todas las noches Anselmo pone su dentadura en remojo. El viejo dormía tan profundamente que no abrió los ojos ni siquiera cuando logré encender la luz y me di cuenta de que mis lentes también estaban en el suelo. No hace falta aclarar que el piso estaba mojado y sembrado de vidrios y yo, "a pata pelá" (pequeño homenaje al chilensis básico). De modo que, al agacharme para recoger los anteojos, me clavé el culo del vaso (a esta edad qué otro culo podría ser?) en la planta del pie izquierdo, perdí el equilibrio y caí sobre la cama de Anselmo... ¡sin que el desgraciado se diera cuenta de nada!

- ¿Estás vivo, Ansel? -le pregunté con cierto temor, aprovechando la cercanía.

Como única respuesta recibí una estentórea serie de ronquidos grado cuatro en la escala de Richter.

Pasado el susto y puteando en voz baja, insistí con la idea de ponerme de pie y me apoyé sobre la mesita de luz. Claro... las mesitas de hoy en día no son las de antes: sólidas y confiables. El diseño del tercer milenio ha sacrificado la contundencia del mobiliario en beneficio del estilo y de la estética. Por lo cual, la mesita de luz, incapaz de neutralizar el efecto de mi peso aplicado en uno de los bordes, perdió base de sustentación y se precipitó hacia el suelo. Gracias a un acto reflejo muy impropio de mis años, mis piernas me impulsaron hacia adelante y tuve la suerte de caer redondo sobre mi propia cama. Obviamente, Anselmo siguió por completo ausente de todo lo que sucedía a su alrededor.

En ese momento, atravesado boca abjo sobre el lecho, tendría que haber sopesado la idea de volver a acostarme y darle una nueva oportunidad a la diosa Fortuna... ¡o al menos quedarme quieto hasta que el universo se pusiera en orden otra vez! Pero esas cosas no me suceden a mí, que soy acuariano, impetuoso, tozudo y me creo todopoderoso. Juro que lo intenté y los ronquidos de acá y de acullá aserraron mi tolerancia.

El velador todavía alumbraba desde abajo de la cama. Mis pantuflas de peluche estaban empapadas pero al alcance de mis pies. Con ignorada destreza logré calzármelas y (entonces sí) pude ponerme de pie como corresponde. Incluso insistí (esta vez con éxito) en la recuperación de mis lentes. Parecía que el mundo regresaba al cauce de lo previsible.

Anselmo seguía durmiendo y yo de pie, en pijama y sin poder encontrar mi bata de seda.

Ni siquiera se despertó cuando abrí la puerta del ropero y se me vinieron encima los recuerdos... Los recuerdos de tantas y tantas vacaciones con el club de jubilados.


Años y años tomando cientos de fotografías a viejos de los cuales nunca supimos ni el nombre. Años y años comprando compulsivamente cuanta baratija encontrábamos en las ferias artesanales. Ocho cajas llenas de llaveros, ceniceros, portarretratos, portasahumerios, sacacorchos, muñequitos de porcelana (ya rotos, por supuesto) y lapiceras... todo con inscripciones tales como "Rdo de Río Hondo" o "Bienvenidos a Chapadmalal" en letra dudosamente gótica. Con la intensión d socavar el bienestar de las cucarachas locales, la noche anterior yo había pretendido juntar todo en una bolsa y tirarla a la basura. Pero Anselmo es un sentimental camuflado de pragmático.

- ¿Y si alguna vez necesitamos algo de esto?


¿Qué podríamos llegar a necesitar entre tanta porquería? ¿De qué podría servirmos, por ejemplo, la figura de un niñito meando y con un sacacorchos en lugar de pene? ¿Qué utilidad podríamos darle a una virgencita encerrada en una capillita de acrílico llena de agua, que al sacudirla deja en suspensión una arenilla blanca que simula nieve? ¿¿¿¿¿¿Para qué queremos un cenicero que tose cuando tirás la ceniza?????? ¿¿¿¿¿Y otro con la figura de Carlitos Chaplin?????



Está de más aclarar que todo terminó en una pelea, tras la cual yo me fui a la cocina para prepararme un té de tilo y Anselmo, desde la incomodidad de su silla de ruedas, se encargó de regresar al ropero todo lo que yo había arrojado a la bolsa. Con las ya conocidas consecuencias.

Allí estaba yo, en medio del desastre y con la presión arterial descontrolada. Anselmo, en cambio, continuaba en el estado alfa.

Fue entonces cuando se me ocurrió la idea más idiota de la manaña (como si ya no hubiera tenido suficiente). Tomé la bata, dejé todos los cachivaches en el suelo y, ya salía de la habitación en busca de escoba y pala para limpiar el estropicio, cuando me regresé para recoger el velador, que seguía iluminando desde abajo de mi cama.

Recuerdo la escena con asombrosa nitidez. Fue como una película de Hitchcock. Las pantuflas empapadas pisan el borde del charco de agua, yo me apoyo en el borde de la cama para agacharme y, desde abajo de la cama, como si estuviéramos en año nuevo, empiezan a saltar las chispas. Mentiría si dijera que sentí dolor. Solo un extraño cosquilleo en todo el cuerpo y la muy desagradable incapacidad de dominar los músculos. La lengua se me contrajo, no pude proferir ni una humilde puteada, me empecé a sacudir como un títere, la luz empezó a parpadear y ya de lo último que me acuerdo es del rostro plácido de Anselmo durmiendo, inmutable, imperturbable.

Desperté tres días después en el sanatorio. Dicen que me salvó el disyuntor. Ignoro quién carajo pueda llegar a ser ese. Pero les aseguro que le estoy inmensamente agradecido. Ojalá que sea buen mozo

Olimpiadas en la Antigua Grecia

Para ir entrando en calor después de una larga ausencia, les dejo estos videítos educativos para que se culturicen un poco. Y el que pueda me pasa la traducción de lo que dice por favor: mi pobre inglés y las imágenes me impiden concentrarme en el texto, jijijijiji.



Y aquí un pequeño resumen SIN TEXTO MOLESTO para que solo se solacen con los atletas!!!!


sábado, 13 de octubre de 2007

No desesperéis!!!!!!

Muy pronto estaré de regreso...

viernes, 21 de septiembre de 2007

CECILIA TODD está en Buenos Aires

Cecilia Todd es LA cantante venezolana y nació en Caracas el 4 de Marzo de 1951. Hizo su debut en 1970 como miembro del grupo "Música Experimental Venezolana". Como solista su primera presentación fue en el programa de TV "El Show de Renny Ottolina". En 1972 fue invitada a participar en un encuentro de musica latinoamericana organizado por la Universidad de Carlton, lo que le permitió dar varios concierto en Canadá.

Cecilia es una experta intérprete del cuatro, instrumento con el que se acompaña en muchas de sus presentaciones.

En 1972, llegó aBuenos Aires, como ella dijera, impulsada por quienes luego fueron grandes amigos, Mercedes Sosa y el grupo Buenos Aires 8, permeneciendo en Argentina por tres años, durante los cuales estudió Técnica Vocal con la reconocida Profesora Susana Naidich. (por aquellas épocas en Caracas solo se enseñaba canto lírico). Allí grabó su primer LP, "Pajarillo Verde", junto a Cacho Tirao, Domingo Cura y Horacio Corral, cuando su voz empezaba a formar parte del nuevo cancionero latinoamericano y el diario Clarín la considera como ”la más importante revelación folklórica del año”. “Fueron tres años muy intensos en lo profesional y en lo personal. De esa época conservo muchísimos amigos, la gente de Buenos Aires 8, Hilda Herrera, Mercedes Sosa, gente con la que sigo en relación permanente”, contó la cantante.

A comienzos del 76 junto a Buenos Aires 8 realizan la temporada de verano en Villa Gessell, luego viaja a Caracas donde se radica nuevamente. En Setiembre viaja a México donde canta en el Museo de Arte Contemporáneo y otros auditorios de ese país. Desde esa fecha realiza continuas giras por la provincia venezolana y por Inglaterra, España (donde acompaña a Soledad Bravo en un disco), Finlandia, Nicaragua, Argentina, Cuba, Bolivia, Puerto Rico, Holanda, Francia, Japón, China, USA.

En 1991 se radicó en Tenerife (Islas Canarias), desde donde viaja a España y paises europeos.

En sus numerosas presentaciones ha alternado con figuras como Joan Manuel Serrat, Chico Buarque, Astor Piazzolla, Zimbo Trio, Silvio Rodriguez, Pablo Milanés, Mercedes Sosa y Carlos Cruz-Diez, entre otros.

Pajarillo Verde, es incluído entre los 100 mejores discos del Siglo XX, según el Diario Clarín de Buenos Aires, Argentina (29/12/99)
En contados casos se produce la simbiosis entre el decir netamente popular y el refinado trabajo vocal. Uno de ellos, seguramente, es el de Cecilia Todd, quien se impuso naturalmente un objetivo: dar a conocer la música folklórica y popular de Venezuela, hasta hace escasos años atrás casi desconocida en su propio suelo y en el resto de las naciones Latinoamericanas.

El tipo de repertorio continua la misma línea desde que Cecilia comenzó a cantar: música venezolana exclusivamente. La responsabilidad elegida es la de difundir su música dentro y fuera de Venezuela. El motivo es claro: se trata de un espectro de sonidos ricos y de variados ritmos.

Por estos días, Cecilia nos visita en Buenos Aires y no puedo dejar de compartir con todas y todos su música. No es mucho lo que encontré. Voy a tener que tomarme el trabajo de subir más música de ella a esta internet que la tiene tan descuidada.


Aquí les dejo la última nota que publicó sobre ella Página 12.




Viernes, 21 de Septiembre de 2007

ENTREVISTA A CECILIA TODD

“Por fin la cultura ha tomado la calle”
La venezolana, referente del folklore, le brinda un “apoyo crítico” a Chávez.

“¿Sabes? Yo llegué a este país el mismo día que Perón. Tenía frío y no sabía cómo vestirme”. El 17 de noviembre de 1972, día clave para la liturgia peronista, Cecilia Todd bajaba del avión casi a la misma hora que el General. Pero sola. Apenas con unas alforjas, ciertos sueños y un fin: estudiar técnica vocal. En Caracas, su ciudad cuna, sólo enseñaban canto lírico. “Era muy jovencita y fui conociendo gente del ámbito: Buenos Aires 8, Mercedes Sosa, Huerque Mapu. Latinoamérica bullía en 1973”, recuerda. Su paso por el país duró lo que la esperanza: tres años. En 1976, quien después se transformaría en una de las mayores referentes del folklore venezolano volvió a su tierra pensando en regresar pronto. Pero alguien le aconsejó que no: “Las cosas no están bien allá”, le sugirieron. Todd dejaba Embarazada del viento, su excelente primer disco –que en 1997 sería reeditado como Pajarillo verde– y un tendal de amigos, que jamás la iban a olvidar: literalmente, la adoran. “Yo me pregunto lo mismo, sabes. ¿A qué se debe?”, deja picando.

Este enésimo viaje a Buenos Aires coincide con la presentación de En vivo en Argentina, su último registro discográfico editado por Acqua en el 2004. Una corazonada musical que mezcla sutilmente merengues, zambas y joropos y la encuentra en plena madurez. Su voz, pese a más de treinta años de ajetreo, luce límpida, fresca, como si el tiempo no hubiese cumplido su rol con ella. “Polo margariteño” brilla en su lozanía, “La lavandera” deviene mágica, despojada, ancestral, y la “Zamba del chaguanco” es la máxima expresión del “argentinismo” estampado en su sangre. “La última vez que vine fue en noviembre y ya extrañaba demasiado”, afirma. La cita es doble: hoy y mañana en el septuagenario Teatro IFT (Boulogne Sur Mer 549), donde la Todd estará acompañada por Ezequiel Mantega en piano, Nicolás Rainone en contrabajo y Roberto López en guitarra. “La primera vez que vine sufrí un impacto, siempre ocurre cuando llegás a un país desconocido. Hoy puedo decir que me siento como en casa. Aunque ya me sentía así cuando me tuve que quedar en Venezuela obligada por las circunstancias. Me quedé en al aire, porque no tenía planeado irme definitivamente de este país. Aquí dejé amigos y cosas, y recién volví en 1981. Recuerdo que arrancamos con un espectáculo Marian Farías Gómez, Inés Rinaldi y yo. Fue un recital fuerte. Yo soñaba con regresar y fue linda esa temporada en Mar del Plata, pero el rollo político era muy fuerte.”

–Distinto al de Venezuela, la última dictadura había caído en 1958...

–Un cambio brusco. Yo nunca había vivido una dictadura, porque cuando cayó Pérez Jiménez en Venezuela, era chiquita y confundía las bombas que caían sobre el cuartel San Carlos con fuegos artificiales. Me di cuenta cuando me metieron debajo de las escaleras, mientras los aviones pasaban por arriba de mi casa (risas).

–¿Volvió a vivir en Argentina?

–Temporalmente. Donde sí viví fue en las islas Canarias. Estuve cuatro años allí, pero era muy difícil trabajar. Nadie vive de la música ahí, salvo que hagas música comercial en los hoteles. Entonces regresé a Venezuela.

–¿Y cómo es la Venezuela de Chávez según su óptica?

–Ha cambiado mucho. Y donde más se ha notado es en lo social. Se ha tomado en cuenta a gente que antes ni siquiera se sabía que existía. Tal vez, eso no beneficia a una parte de la sociedad, pero sí a la mayoría en términos de educación, medicina y trabajo. Se está entrenando mucha gente para armar cooperativas: se le enseña un oficio, se le dan créditos y ahí va. Yo soy muy crítica, porque creo que hay que serlo siempre, pero poniendo todo en la balanza creo que da positivo.

–¿Cómo se manifiesta el canto popular frente al gobierno? ¿Hay oposición a Chávez desde la música?

–Yo no conozco. El mundo de la música y de la cultura se expide a favor de él. He visto también que se le ha abierto la puerta de los teatros a gente que jamás había conocido uno. Digo, por fin la cultura ha tomado las calles.

–Pasa lo inverso con los medios de comunicación. La mayoría son opositores. ¿A usted la han silenciado, nota que se le da menos cabida por adherir al gobierno?

–El año pasado celebré mis treinta años de carrera y el evento se cubrió poco. No hubo ninguna crítica al concierto... por ahí me llama alguna radio para entrevistarme, pero no más. ¡Ja! Seguro alguien se va a meter en Internet y van a sacar: ¡Cecilia Todd dijo que los medios en Venezuela manipulan! No es que lo diga yo, los medios manipulan. Es una realidad. Por suerte, ahora está la ley resorte, que obliga a pasar música venezolana en las radios cuando antes era imposible. Eso generó un crecimiento enorme de la actividad musical. No sólo hay que pasar las canciones, sino marcar quién es el compositor, quién el cantante y quién el intérprete. Ahora nos faltan programas de televisión.

–¿Porque no hay o porque nadie quiere que haya?

–No sé. Lo único que salía en TV hasta hace un tiempo eran unos programas maratónicos los sábados, que presentaban a músicos de afuera o cosas muy, muy comerciales. La música como negocio ha acaparado el espacio mediático televisivo, pero por suerte la música como expresión genuina del pueblo explota por otro lado: en las calles, en los teatros y en las plazas. Es un gran paso.

martes, 18 de septiembre de 2007

Las teteras no son pavas

- No somos nada. -dijo el señor octogenario que, impedido de permanecer de pie a causa de su edad, estaba sentado junto al féretro, mientras trataba infructuosamente de enfocar la realidad a través de los culos de botella que llevaba por anteojos. A su lado, una señora (también añosa e igualmente sentada) jugueteaba con sus dedos artríticos y se sonreía mirando a la nada. Tal vez rememorara antiquísismas anécdotas felices con el difunto. Casi en la puerta, unos caballeros muy circunspectos murmuraban que quizá fuera la viuda. Evidentemente no conocían al muerto... ¿Se habrían equivocado de velorio?

A los pies del cajón, un joven cuarentón muy bien puesto, vestido íntegramente de negro, sollozaba casi en silencio. De no haber sido por el pañuelo al cuello (anundado hacia un costado), las pulseras, los collares, por el perfecto bronceado en pleno septiembre, el peinado tan sofisticado, las cejas depiladas y por la base de maquillaje, nadie hubiera dicho que era gay. Cerca de él (aprisionado entre el ataúd y la única corona de flores, que lucía una banda con la leyenda "Tu hermana y tu sobrino"), un señor muy gordo miraba al occiso fijamente y con el ceño fruncido. Usaba bigote y el pelo cortado a lo militar. Parecía policía... quién sabe...

A mi izquierda, los caballeros que ya mencioné habían abordado el comprometido tema de las nominaciones de Gran Hermano. Más allá, una señorita de unos veinticinco años llegaba con una bandeja con café para repartir entre los presentes. Yo pasé: últimamente vengo muy mal con la presión arterial y me tengo que cuidar.

Claro que esta noticia no ayudaba: el difunto no era otro que la Felipa, uno de mis más grandes amigos.

Nos conocíamos desde la época del teatro de revistas, cuando bailábamos en la compañía de Dringue Farías, en el mítico teatro Maipo de la calle Corrientes. Estoy hablando... más o menos... de los años... "sin cuenta", jijijiji.

Lo primero que debe decirse de la Felipa es que era loca.

Loca de arriba y de abajo. De adelante y de atrás (aunque preferentemente de atrás). El mismísimo Paquito Jamandreu se escandalizaba con sus osadías. La Felipa no tenía límites. Desconocía el concepto de recato y no tenía más norte que la satisfacción de su propio culo. Había iniciado sexualmente a más de un galán del jet-set porteño y sus aledaños. Pruebas no hay, pero todo el que conociera a la Felipa sabía que, en su caso, no cabían las exageraciones.

Lo segundo que debe decirse de la Felipa es que, loca y todo, era un amigo de ley.

En un tiempo, sin embargo, estuvimos distanciados por un asunto de polleras. Integrábamos el elenco de una obra llamada "Por atrás entra más fácil" y hacíamos un cuadro de rumba. Los dos nos emperramos en usar la misma falda de volados multicolor. Que sí, que no, que vos esto, que yo aquello... el entuerto lo terminó dirimiendo el productor, quien me consideró el más apto para el atuendo. ¡La Felipa se puso rabiosa! Gritó, pataleó, rompió jarrones de utilería, amenazó con deschavar los secretos sexuales de toda la compañía y, viendo que no obtenía resultados, se fue dando un portazo y no volvió a aparecer por el teatro.

Lo tercero que debe decirse de la Felipa es que tenía un carácter de mierda.

Y más furioso se puso cuando en su reemplazo pusieron a una tal Nélida Lobato, una pendejita que apenas empezaba.

Con la Felipa recién nos reencontramos en los ochenta, en una de las festicholas del Tigre. Si la memoria no me falla, ya les conté de mi pseudo exilio en la isla de Juanito, allá entre el 78 y el 83. La Felipa había sobrevivido en Buenos Aires un tiempo más, haciendo papeluchos que estaban muy por debajo de su talento, pero que le permitían comer sin llamar mucho la atención de los milicos de turno. Eso sí, en el 82 se asustó: un comando paramilitar había amenazado con volar todos los teatros de revistas y con hacer desaparecer a todos los putos. Razones para asustarse no le faltaban: eran épocas para andar con el culo a dos manos y, si de putos se trataba, él era el número uno. Fue en esos tiempos cuando apareció el cadáver de la Vascongada tirada en un descampado de José C. Paz.

La Felipa era una verdadera diva. Pero ni las verdaderas divas pueden contra el paso del tiempo. Él admiraba con santa devoción a Liz Taylor y le habría vendido el alma al diablo para estar forrado en dólares y poder someterse a todas las operaciones que fueran necesarias para mantenerse siempre joven y hermoso. Se la habría vendido si no se la hubiera regalado mucho antes, cuando tomó la decisión de ser quien era sin más vueltas. Así fue como los años pasaron y, cuando quiso darse cuenta, ya estaba viejo, achacoso, solo y alejado de las tablas. Algo que, en general, nos ha pasado a todos.

¡Mirá que tuvo oportunidades de asentar cabeza...! Los tipos más hermosos de aquel Buenos Aires que hoy recuerdo solo en blanco y negro se lo disputaban a capa y espada. Nunca le faltó amante. "El buen sexo es el secreto de mi lozanía" solía decir. Pero era tan loca y tan libre que jamás supo consagrarse a un solo amor y, a fuerza de infidelidades, solo puso serse fiel a sí mismo. La última vez que lo vi (hace poco más de un año), iba del brazo de un pendejo muy bonito.

- Vos sí que no perdés el toque. -le dije con sincera admiración.

- Shhhh... Callate -me respondió risueño- que, cuando se entere de que vivo apenas de mi jubilación, me da una patada en el culo y se las pica.

Así era la Felipa: genio y figura hasta la sepultura.


- Pobre Philippe... Si hasta hace unos días andaba derrochando salud...

El joven de negro se me había acercado y continuaba con su sollozo... aunque ahora que lo tenía cerca no podía descubrirle ni una sola lágrima.

- Ese fue siempre su problema: -le respondí- el derroche.

El joven sonrió.

- Es cierto... y murió en su propia ley: de rodillas, ¡la muy puta!

- ¿Cómo? -me asombré- Su hermana me dijo que sufrió un paro cardiorrespiratorio durante la noche...

- Durante la noche, sí. Pero en el baño de la estación Constitución, mientras se la chupaba a un chongo.

¡Debí haberlo imaginado! ¡Viejo trolo! El zorro pierde el pelo pero no las mañas. Como los elefantes, fue a morir al sitio donde había nacido a su verdadera vida: la tetera (*).

Justo cuando iba a pedirle más detalles, el empleado de pompas fúnebres anunció que ya era hora de despedirnos del difunto. El joven de negro me acarició la mano con cariño sospechoso, me guiñó un ojo y (con gesto de diva de teléfono blanco) se acercó al ataúd, se inclinó sobre "Philippe" y reinició el paso de comedia aun con más mocos y más lágrimas que antes. Al parecer, era la viuda. Hizo tanto aspamento que el gordo policía lo abrazó y lo consoló muy dulcemente. Luego lo acompañó hasta la puerta, tomándolo por los hombros y hablándole al oído para sonsacarle alguna risita.

El viejo de los culos de botella, en tanto, seguía en su silla y cada tanto repetía su "no somos nada". Siempre con el mismo tono y la misma desgana. No se movió de su silla hasta que la chica del café lo ayudó a ponerse de pie y a llegar lentamente hasta el auto que lo llevaría al cementerio.

Fue entonces cuando la señora de los dedos artríticos se me acercó con una sonrisa.

- Usté debe ser don Arturo ¿verdad?

Así la reconocí.

- Yo soy Alcira. -me aclaró- Soy la que lo llamó por teléfono.

Era la hermana de la Felipa, una versión mejorada de mi amigo. De partida, ella no tenía que esforzarse para parecer mujer.

- Antes de irse déjeme por favor su dirección. Mi hermano dejó algo especialmente para usté.

Le di el último adiós a la Felipa y salí de la sala. Como era de prever, el cortejo fúnebre era menos que modesto: apenas dos coches, en uno de los cuales me tocó viajar con el señor de los culos de botellas. Alcira, el joven de negro y el gordo fueron en el otro. Los señores circunspectos no fueron al cementerio.

Durante el entierro no hubo llantos ni rezos. El joven de negro había agotado sus lágrimas y caminaba del brazo del gordo, repentinamente sonriente. Alcira y yo ayudamos al señor de los culos de botella y todos presenciamos cómo cubrían el cajón con tierra, sabiendo que allí abajo quedaba la Felipa.

* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

Esta mañana recibí una caja. La traía un jovencito de parte de Alcira. ¿sería el sobrino que mentaba la corona de flores?

Los viejos del hogar se morían por saber qué había dentro. Pero yo me fui con mi paquete y lo abrí a solas en mi habitación.

La Felipa nunca fue un sentimental ni evidenció jamás demasiadas inquietudes en el orden de lo trascendental. antes bien, hizo de la frivolidad su tarjeta de presentación. Por eso me sorprendió y emocionó tanto su "legado".

Dentro de la caja, envuelto en un paño de terciopelo rosa, había un album de fotos. Lo abrí... y cuál no fue mi sorpresa al encontrarme con cientos de fotografías tomadas en aquella temporada en que nos peleamos por la falda con volados. En la mayoría aparecía yo luciendo la prenda. Además, había una nota escrita con su esmerada y delicada caligrafía de escuela jesuita. La Felipa había escrito: "Si no te hubiera querido siempre tanto, habría quemado esa pollera antes de cedértela"

¡Viejo de mierda! Ponerse sensible justo ahora que ni siquiera puedo darle un abrazo.

Y en el reverso de la nota agregó "Nunca te quiebres. Sé vos mismo hasta el final", con una dirección de corro muy curiosa: grupolosfiesteros@ yahoo.com. ar. ¿Qué me habrá querido decir?

Sea lo que sea, vaya desde aquí mi sentido homenaje a una persona que siempre fue lo que quiso ser. Con toda la dignidad que ese solo hacho encierra.

* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

(*) No confundir con la cacerola con mango y pico vertedor que se emplea generalmente para calentar agua (en Argentina, la llamamos "pava" y la usamos también para cebar mate). "Tetera" se llama también a cualquier sitio público donde algunos hombre suelen tener sexo con otros hombres, generalmente baños de las estaciones de trenes.