miércoles, 23 de mayo de 2007

DESCONTROL AMERIKANO

Si me pongo serio (alguna vez puede que eso suceda) soy capaz de afirmar que esto de la vejez es una mierda: el cuerpo ya no responde, la mente empieza a fallar, los viejos quedamos fuera del sistema, nadie nos considera y, como si esto fuera poco, hasta el sexo se nos torna una actividad improbable. Sobrepasada la adultez (y yo lo he hecho ya con creces), a los viejos se nos hace todo más difícil. Y no solo por los achaques propios de la edad. La sociedad en la que vivimos es gerontofóbica (¿estaré creando un neologismo? son las influencias culturales del Huije), o sea que siente rechazo (cuando no desprecio) por los ancianos.

Ya sé que no estoy diciendo nada novedoso ni tampoco es esa mi intención. Simplemente quiero, una vez más, resaltar una realidad que suele hacérsenos invisible a fuerza de cotidianeidad. El mundo moderno está organizado, cada vez más, para los jóvenes. Y los viejos, a joderse. Atrás quedaron los días en los que al anciano se lo veneraba. Sin ir tan lejos (o tal vez sí...), cuando yo era niño mi abuelo, ya octogenario, seguía siendo el jefe indiscutido de la familia. Y guay que se lo contradijera.

Hoy en día, para mantenerte dentro del sistema tenés que saber computación, ser usuario de telefonía celular, estar al tanto de las estupideces de Gran Hermano, saber lo que mierda sea un MP3, manejar tarjeta de crédito y ¡tener un cutis juvenil y lozano! El mundo ha cambiado tanto en las últimas décadas que, a los que ya acumulamos arrugas nonagenarias, se nos complica mantenernos al día. Y si los que acumulamos arrugas hemos optado por un estilo de vida que, hasta hace muy poco, era aun un delito penado por la ley, la cosa se nos pone más peluda todavía.

En lo personal, yo me considero un privilegiado. Tengo un espíritu indómito y combativo. Muchos habrán de considerarme tan solo un viejo puto, pero les puedo garantizar que no me rindo fácilmente a las adversidades.

No soy el único. Entre mis compañeros del hogar puedo citar varios ejemplos. Anselmo es el más notable y díscolo: no creo necesarias más explicaciones. Doña Paca, que desde su postración se las apaña para mantenerse lúcida e informada. Doña Jovita, que (a falta de familia propia y a sus ochenta años) adoptó a dos nietitos, los cuida durante el día, los lleva y los trae del colegio, les cocina, los ayuda con las tareas de la escuela, les cuenta historias, los hace jugar y regresa al hogar al anochecer, hecha trapo pero llena de vida. Incluso la inefable Doña Leo es un ejemplo: día tras día es más y más insoportable, lo que no deja de ser un proceso de perfeccionamiento, jijijiji.

En esta línea argumental, debo confesar algunos "pecadillos" que me llenan de orgullo.

El jueves pasado me vine al ciber con la idea de actualizar el blog. Obvio que no lo hice. Y me imagino que, a juzgar por los mensajes recibidos, los asiduos visitantes de esta página se estarán muriendo por saber por qué. Presten atención que les voy a relatar lo sucedido. Y pónganse cómodos porque va a ser largo.

Les pasará también a ustedes eso de recibir todos los días decenas y decenas de correo basura. Yo suelo borrar todo sin leerlo. Pero a veces puede fallar. Casi sin querer, el jueves abrí una publicidad que me llegaba de la disco gay más famosa de Buenos Aires. El flyer (como lo llaman ahora) decía: "Si querés vivir la noche, hacé click aquí". ¡Y yo hice click!!!!!

Se abrió una página con un montón de mensajes aquí y allá que me marearon un poco. Casi al azar, pulsé el enlace de fotos. Aparecieron imágenes de chicos y chicas, todos hermosos, sonrientes, glamorosos, llenos de vitalidad. Busqué en vano alguno que pasara los treinta.

Entonces me pintó la rebeldía y me impuse una cruzada de reivindicación.

Eran las seis de la tarde. Volví al hogar y traté de comportarme con naturalidad a pesar de la ansiedad. Miré un poco de tele, charlé con los viejos, armamos un partidito de truco con doña Nacha (que nunca se confesó lesbiana pero suele ser muy "toquetera" con las enfermeras) y, después de cenar, la pastillita para la presión y todo el mundo al sobre. Nadie podía sospechar nada. Ni siquiera Anselmo, que me conoce desde hace tanto que ya suele escuchar mis pensamientos.

Obvio que no pude pegar un ojo. Anselmo roncaba como leñador y doña Leo (en la pieza de al lado) ni les cuento. Con mucho cuidado de no despertar a Anselmo (que es medio sordo y no se da cuenta de que habla a los gritos), saqué algunas chucherías del placard, me vestí, salí de la habitación en puntitas de pie, pasé por la sala de la tele sin que me descubriera Teresita (la enfermera de la noche), tomé las llaves que están siempre colgadas junto a la puerta de la enfermería y salí por fin hacia la libertad.

Hacía décadas que no salía solo de noche (y no voy a dar detalles al respecto). Me tomé el colectivo y me bajé justo en la esquina de Córdoba y Gascón. No hacía mucho frío y la esquina estaba atiborrada de pendejos hermosos que esperaban la hora precisa para entrar en la disco. Lentamente (no podía hacerlo de otro modo) me fui acercando y ¡otra vez la gerontofobia! Algunos empezaron a mirarme con cara de asombro, otros con burla y muchos con descarado y franco desprecio. Pero una es una diva ¿vio? y la envidia del populacho no me hace mella. Sería tal vez que hubieran deseado manejar los tacos con mi elegancia. O tener el gusto de lucir mis pantalones acampanados, que se ajustan tan bien a las caderas y ondean con glamour a cada paso. Sin dudas los deslumbraba la blusa azul, íntegramente bordada en canutillos, que me regaló Nélida Roca cuando terminó su última temporada de revista en el Maipo. Yo, indiferente. Con toda la gracia, lancé mi boa de plumas alrededor del cuello, puse recta la espalda, alcé el mentón y, con la mejor de mis sonrisas, me interné entre la multitud.

Pagué mi entrada y le hice una caricia al buenmozote de seguridad, que me ayudó a no caer cuando trastabillé con un desnivel del suelo. Me tomó de la cintura con esas manos tan fuertes y masculinas... Y siempre con esa expresión imperturbable que no deja traslucir sentimientos. ¡Me cachondeó! ¡Me calientan los tipos rudos! Durante años estuve enamorado de John Wayne, hasta que me cayó la ficha de que era demasiao mataputo para merecer mi devoción y lo cambié por Stwart Granger.

En el interior de la disco comenzaba a gestarse el descontrol. Era evidente que había llegado temprano (era apenas la una y media) y había que aguardar el ingreso de toda la pendejada que esperaba afuera a que el ambiente se pusiera bueno. ¡Qué loco! Eso de no entrar hasta las dos como rito sacrosanto no lo puedo comprender. En mis tiempos la milonga empezaba a las nueve y le dábamos duro y parejo hasta la madrugada sin necesidad de "energizantes".

Cuando entré tuve que esperar algunos minutos hasta que los ojos se acostumbraron a las luces y los oídos al volumen del punchi-punchi (¡dónde habrán quedado el foxtrot y el pasodoble!). Hice una corta recorrida por el nivel inferior. Hay otro nivel más arriba, pero no me le animé a la escalera. Los huesos ya no me dan para tanto y tampoco era cuestión de andar poniendo en evidencia las propias debilidades. Sobre todo ante tanto mozalbete atlético y tan predispuesto a la diversión barata.

Me acerqué a una de las barras y un gordito de lentes muy simpático me cedió el asiento con toda amabilidad. Tenía en los ojitos una tristeza infinita y me dieron ganas de abrazarlo y darle un besito, pero me reprimí porque sé los recelos que tal proceder, viniendo de un viejo, pueden generar aun entre las almas más altruístas. Me limité a darle las gracias con una palmadita en el hombro y habría entablado una conversación con el muchachito si no se hubiera esfumado al instante.

Lo lamentaba para mis adentros cuando escuché una voz cálida y tintineante que preguntaba a mis espaldas:

- ¿Te sirvo algo?

De movida, el hecho de que, en aquel sitio, alguien me tuteara y no me tratara como una pieza de museo ya era un gran avance. Era el morochazo de la barra. HER-MO-SO. Alto, de tez cetrina, espaldas anchas... ¡unos tubos!... ¡una sonrisa!... Me desarmó. Juro que casi me hago pis.

Como yo no reaccionaba, me volvió a preguntar con la misma sonrisa.

- ¿Querés algo para tomar?

Y yo, mirándolo con embelezo.

- Viniendo de tus manos, tomaría hasta veneno...

El flaco rompió en una risotada que tenía mucho de agradecimiento por el original cumplido.

- ¿Cómo te llamás, belleza? -pregunté.

- Sergio.

- Mmmm... Bello nombre. Casi como el dueño. Dame algo suavecito que no tenga mucho alcohol. Quiero estar en estado para disfrutar a mis amantes de esta noche.

El morochazo volvió a risotarse y empezó a prepararme un trago que no sé qué diablos tendría pero era muy colorido. El boliche, entre tanto, comenzaba a llenarse de juventud.

- ¿Es la primera vez que venís? -me preguntó- No recuerdo haberte visto antes.

- Es la primera vez que vengo, me llamo Maxi, soy de sagitario, no tengo compromiso y estoy seguro de que, si me conocés mejor, nunca más te vas a olvidar de mí.

- Ja ja ja ja. No perdés tiempo, eh. Me gustan los... la gente así.

Y ahora el que se rió fui yo. Esa pequeña duda, ese imperceptible titubeo había alimentado mi ego. Era una duda respetuosa, una muestra de que estaba todo bien y que no le molestaban ni mi descaro ni mis años. Pero estaba claro que yo no me iba a quedar con un mero reconocimiento de gratitud.

- Ah, ¿sí? ¿Y cuánto exactamente te gustan las personas como yo? -lo desafié.

Él me acercó el trago, puso su mano suave sobre la mía (un poco más apergaminada y sarmentosa), me miró fijamente a los ojos y recogió el guante sonriendo con franqueza.

- Mucho. Pero por desgracia ahora estoy trabajando y no puedo demostrártelo como lo merecés.

Síííííííí... Mentime que me gusta!!!!!!

¡Qué hermosa sensación aquella! Después de tantos años de no sentirme deseado, aquellas palabras eran como una infusión de vida. ¡Qué me importa si era cierto o no lo que me decía! Aquello era todo lo que necesitaba para regresar a la juventud, aunque más no fuera por una noche.

- ¿Vos sos conciente de lo que me estás diciendo? -le advertí, mientras le daba un trago a lo que me había preparado y que resultó ser peligrosamente rico- Mirá que me enamoro YA y de acá te llevo directo al Registro Civil.

- Ja ja ja ja... Me parece que me estoy metiendo en un lío grosso. Ja ja ja ja.

- ¡Ningún lío! Nos casamos y vivimos felices para el resto de nuestras vidas. Total a mí me queda poco hilo en el carretel. Yo que vos lo pienso bien, jiji.

Terminó de hacerle un trago a otro chico y volvió a tomarme de la mano, sin importarle la clientela que reclamaba su atención y me odiaba por acaparármelo para mí solito.

- Es que yo ya tengo novio, mi amor. Si no, encantado.

Sopesé la idea de salir del paso con el remanido "Yo no soy celoso" pero no me dio tiempo a abrir la boca.

- Aunque... para que veas que me caés muy bien, en cuanto llegue, te voy a presentar a un amigo al que también le vas a gustar mucho.

Y después de esa promesa, siguió la charla jocosa y distendida, en medio del bullicio, el punchi-punchi y los pendex que iban y venían, distrayendo mi atención con su belleza. Ah, y vinieron como tres o cuatro tragos más.




Sergio era maravilloso. Por lo bello y por lo simpático, lo canchero y lo respetuoso. Me hubiera casado con él sin dudarlo. Por lo pronto, pensé que aquella noche ya era perfecta y que no podía esperar nada mejor de la vida.

Al menos ese era mi pensamiento hasta que, efectivamente, llegó su amigo.

Se llamaba (se llama) Charly y no hubo necesidad de presentaciones. Él mismo se acercó a mí en cuanto me vio. Era un jovencito atletico, ¡pelirrojo!, tan simpático y comprador como el mismo Sergio. Aunque un poco más "femenino". ¿Pero a quién le importaba?

- ¡Qué hermosa boa! -me dijo mientras se la enrollaba en el cuello y se agachaba hacia mí, hasta quedar mejilla a mejilla- Siempre quise una como esta.

Ya sé. No me digan nada. A la legua se veía que era un gato. Pero era tan bonito y desfachatado que me compró de inmediato. Debilidades de viejo que le dicen.

No fue muy difícil llegar a un entendimiento. Sobre todo después del primer piquito y la promesa de regalarle la boa y comprarle alguna otra chuchería que había visto por la calle Santa Fe. A las tres de la madrugada, ya estaba yo bailando a lo Travolta en medio de la pista, rodeado de una cachada de pendejos que me copiaban los pasos. ¡Una locura!

Para hacerla corta: aunque no me crean, terminamos la noche en un telo, con Charly y otro amiguito que no recuerdo cómo se llamaba. ¡Un verdadero volver a vivir! ¡Volver a...! Bueno, ya saben a qué me refiero, jijijiji.

Volví al hogar después del mediodía y me tuve que bancar las reprimendas de las viejas, las enfermeras y las mucamas. Me habían atiborrado el celular con llamadas y mensajitos. Pero yo había tenido la precaución de apagarlo para que no molestara. Ya sé que fue una imprudencia. Ya sé que estuvo mal y que todos se preocuparon. Los huesos me dolían horriblemente y casi no podía respirar. Pero, digan lo que digan, yo desde ese día me siento rejuvenecido.

Con decirles que el viernes tempranito, por primera vez en muchas décadas, me pasé por la parroquia para confesarme. Le dije al cura:

- Padre, pasé la noche en un boliche gay, bailando y tomando alcohol sin parar.

Los ojos del sacerdote se desorbitaron de espanto.

- Y después, de madrugada, me fui con dos veinteañeros a un hotel alojamiento. ¡Y tuve sexo con los dos! ¡Una cosa de locos, padre! ¡Tuve sexo después de tanto tiempo! Y encima con dos chicos bellísimos!!!!!

Como era de esperarse, el cura puso el grito en el cielo. Con profunda seriedad me empezó a hablar del infierno y de las llamas eternas. Me conminó a abandonar mis prácticas heréticas y a salvar mi alma a través de la penitencia y el arrepentimiento. Que el sexo contra natura era un pecado mortal y esas cosas.

- Tienes que rezar, hijo mío. Abandonar para siempre esos deseos concupiscentes, concentrarte en tu interior y rogar por el perdón divino. Que el Señor se apiade de tu alma. Es imperioso que te arrepientas de corazón y deposites en la piedad de Dios tu destino.

- No puedo, padre.

- ¡Cómo que no puedes! -se enfureció- Te estoy hablando del fuego eterno del Infierno!

- Sí, ya sé... pero es que yo soy ateo y no creo en esas cosas.

El cura me miró con estupor y se puso rojo de ira.

- Entonces... ¿por qué estás aquí confesándome tantas aberraciones?????

- ¿Me está jodiendo, padre? ¡SE LO ESTOY CONTANDO A TODO EL MUNDO!!!!!!

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PD: Miren lo que me envió el Huije para ilustrar mi relato de hoy. Si se fijan bien, pueden verme, cuando tenía más pelo, en una de mis últimas geniales actuaciones, jijijiji.

sábado, 19 de mayo de 2007

A NO DESESPERAR

Tengan un poco de paciencia. Ya vuelve Don Arturo en toda su majestad (es que la humedad de Buenos Aire me mata, jijijijiji).

Entre tanto, diviértanse un poco con este videíto.


Y recréense la vista con este otro.

Mañana o pasado estoy de regreso!!!!!

miércoles, 9 de mayo de 2007

SOBRE INTESTINOS Y ATROPELLOS


Vez pasada me di una vuelta por lo del médico porque ya era hora de mi chequeo anual, que en mi caso es también anal (sufro de hemorroides). El último miércoles le llevé los resultados de los exámenes. Me acompañó el Huije, antes de su viaje a Rosario, porque ando medio jodido de la cadera. No obstante el tordo me dijo que estaba todo correcto. Yo ya lo sabía (se lo comentaba al Huije cuando estábamos llegando) salvo por algunas minucias como este problemita de presión (que con tanto chico bonito a la vista imposible que se estabilice) y mi irremediable tendencia a la acumulación de lípidos (o sea mi imposibilidad de coserme la boca para no seguir tragando todo lo que se me pone a la mano).

- No le digo que corra, Don Arturo -me dijo el médico- pero salga a caminar por lo menos treinta cuadras por día. Despacito, va a ver que usted puede.

Un amor el doctorcito. ¡Con decirles que me pide permiso cada vez que me tiene que auscultar las zonas pudendas! Yo suelo responderle con la célebre frase de la Coca Sarli: "Chupe, Quiroga, que es trabajo". Él suele sonreírse pero es tan jovencito que dudo que sepa de qué le estoy hablando. Como me sabe loca, a lo sumo pensará que me estoy tirando un lance... lo cual tampoco es tan equívoco, jijijiji.

Pero estaba con que el doctor me aconsejaba caminar.

Le hice caso. Obvio. ¿Quién podría negarle algo a semejante bomboncito?

En virtud de estos consejos, a la mañana siguiente, después del desayuno (se me acabó la mermelada de ciruelas, así que hago un llamado a la solidaridad), salí a caminar por el barrio. Mi amigo Anselmo me iba a acompañar, pero la tarde anterior había sufrido una caída, mientras practicaba silla-cross en la rampa para discapacitados del banco donde cobra la jubilación, y se fisuró la clavícula. Todavía está redolorido el pobre y por unos días va a estar más molesto que de costumbre. Por mi parte, un poco de ejercicio se ve que me vino bien: me cambió el humor y me mejoró los problemitas de estreñimiento.

Todo bien con la caminata. Sin embargo, es un peligro andar por las calles hoy en día. Los automovilistas van como locos, no respetan los semáforos, tocan bocina como desaforados, giran en U en cualquier lugar, estacionan donde se les da la gana... Un caos. ¡Un caos!

Ya se sabe que a mi edad uno está bien lejos de poder correr los cien metros llanos y se dio el caso en el que, cruzando una avenida ancha, el semáforo se me puso en rojo a mitad de la calzada (cachen qué vocabulario). Me aturdieron con las bocinas. Histéricos intolerantes. Y los autos me chiflaban por delante y por detrás (pero ninguno me tocó el culo). No vayan a darme paso: a ver si se les enfriaba la pizza.

Por fortuna, un joven muy amable y musculoso, con carita de ángel y manos suavecitas, me tomó del brazo y me rescató de la vorágine automovilística, acompañándome hasta la otra vereda. No sé qué habría podido pasar de no haber aparecido ese chico tan bonito y altruísta. Se llama Héctor, es profesor de educación física y enseguida le di mis datos por si algún día puedo retribuirle la atención (Héctor, si estás leyendo estas líneas, acordate de que contás conmigo para lo que pueda serte útil, jijijiji).

Cuando volví al hogar, todos los viejos estaban prácticamente adosados al televisor. El tema candente de la semana era el de las muertes en accidentes de tránsito. Historias de conductores desaprensivos que atropellan a los transeúntes y los dejan tirados sin detenerse, más preocupados por las abolladuras del coche que por las muertes que siembran a su paso. En general, nenes de papá que no tienen el más mínimo respeto por la vida de los demás.

Desde su silla y en un grito, Don Anselmo no se animaba a opinar. No tiene autoridad moral para ir en contra de los amantes de la velocidad. Ana María, la mucama buena onda, se angustiaba por los gatitos que terminan sus días como alfombras en el medio del asfalto. Aun a pesar del volumen de la tele (la mayoría de los viejos son medio sordos y hace falta ponerlo bien alto) se escuchaban los gritos enfurecidos de Doña Paca (mujer de poca paciencia) que desde su habitación trataba de explicarle a Doña Leo que el título de la nota televisiva ("Picadas mortales") no tenía nada que ver con el salame en mal estado. "Lo que hace falta acá es mano dura... hay que votar a Blumberg" decía Don Francisco, viejo gruñón, ex sargento degradado del ejército porque lo descubrieron cómplice del negocio de los desarmaderos de autos. "Preséntese usté como candidato" se burlaba Don Santiago. "Yo lo votaría" se sumaba Doña Catalina, una vieja turra que anda detrás de Don Santiago pero nunca le entiende las ironías.

- ¿Y usté qué opina, Don Arturo? -me preguntó Doña Matilde.

Todos hicieron un silencio profundo. Con presencia teatral (como corresponde a toda diva cuya opinión es requerida) tomé el control remoto, dejé mudo el televisor (de modo que lo único que se escuchara fuese el siseo de la carne asándose en la cocina) y me planté en medio de la sala. Entonces, cuando estuve seguro de que todos estaban pendientes de mi respuesta, abrí mi corazón:

- El nuestro es un mundo en el que la norma consiste en cagarse en todo y en todos. Yo por suerte tengo tránsito lento.

(Media vuelta y mutis por el foro).