La última vez les contaba de mi día de perros y de cómo terminé en el sanatorio. Aquí va lo que sigue. Siempre hay más.
Como ya dije, después del "electroshock" desperté a los tres días. Para los médicos (que pronosticaban un severo daño neurológico sin tener en cuenta que mi cerebro YA está bastante quemado) se trató de un verdadero milagro. Para mí, en cambio (ajeno como soy a toda mística) me salvé de puto cabeza dura: pienso seguir en este mundo hasta que mis huesitos se hagan polvo ante un soplido. Y les puedo asegurar que ya han sobrevivido a varios huracanes.
Les juro que vi la luz blanca de la que tanto se habla. Pero ni borracho me dejaba seducir por algo tan evidente: ¿o acaso se creen que soy tan iluso como para pensar que voy a entrar en el paraíso? Si se enterara de mi experiencia, apuesto doble contra sencillo que Víctor Sueiro se mordería los codos de la envidia. ¡Miren si me voy a morir justo ahora que estoy en la flor de la edad! Además, ya se sabe que los viejos maricones somos resistentes a la electricidad.
Esto me trae a la cabeza una historia que me obliga a cambiar el rumbo y escribir sobre algo muy distinto a lo que tenía pensado para hoy.
Recuerdo el caso de Albertito Lorenzo Unzué, una marica afrancesada que iba muy por la vida sacando chapa de doble apellido (porque Lorenzo era su apellido paterno, hijo como era de don Gervasio Lorenzo Lamas, miembro encumbrado de la aristocracia terrateniente de aquellos años). Debo reconocer que Albertito no era un buen muchacho y que me entreveré con él por culpa de mi inexperiencia juvenil, deslumbrado por las luces del centro que me hicieron meter la pata y por lo lujos a los que accedíamos gracias al prestigio de su familia. Porque Albertito era algo así como un Isidorito Cañones, pero maricón y malicioso. Afortunadamente, quiso el destino (y mi amigo la Felipa que me abrió los ojos) que me apartara a tiempo de su lado. De otro modo, quién sabe lo que hubiera sido de mí. A juzgar por lo que fue de él, nada bueno me hubiera esperado.
Entre otras lindezas, sacándole el jugo a su título de abogado, Albertito se especializaba en defender a jóvenes convictos a los que les conseguía la libertad a cambio de servicios sexuales. Lo sé de primera mano por haber participado alguna vez de esas "aventuras". No me enorgullece pero... así es la vida.
El caso es que todo iba de perlas para él. Tenía dinero y diversión a granel. Incluso más de lo que necesitaba. Hasta que un día, uno de sus clientes le tendió una trampa.
A principios de los cuarenta, Albertito había hecho migas con Rómulo y con Horacio, otras dos maricas de abolengo que organizaban fiestitas privadas en las que "se mezclaba el rosa con el verde oliva", como dijeron las crónicas de la época. El cebo para asistir a esas festicholas era la concurrencia de jóvenes cadetes del ejército dispuestos a presentar batalla en todos los frentes y las retaguardias. Según cuentan, los cadetes iban "engañados" (juajuajuajuajuajuajua) por una bella modelo publicitaria de aquellos años que era la cara visible de un jabón de tocador muy popular. Cuando llegaban al departamento de Junín y Charcas, la chica se esfumaba y los dueños de casa los "invitaban" a participar de la reunión. Y muchos se quedaban. ¿Por qué? Vaya uno a saber: en todas las épocas hubo "curiosos" y tapados, jijijiji. Fuera como fuera, para asegurarse el silencio y la discresión de los que no se iban, Horacio y Rómulo los fotografiaban mostrando el potito con el solo atuendo de la gorra o las botas.
El desgraciado de Albertito jamás me invitó a una de esas fiestas.
En cambio, sí concurrió en compañía de Manuel, un rubiecito que en ese mismo año 42 había cumplido los dieciocho y acababa de pasar unos días en la cárcel por un delito menor. Según se cuenta, Manuelito se quedó muy traumado después de aquella experiencia en la cual lo "obligaron a hacer de mina" y, para vengarse, terminó batiendo todo a la policía.
¡No saben el revuelo que se armó! Hubo tribunal de guerra, juicio civil, escándalo nacional. Un chico llamado Jorge (con el que habíamos tenido una breve historia) se suicidó. Rómulo y Horacio fueron en cana. No sé cuántos cadetes y oficiales del ejército fueron dados de baja y arrestados. ¡Un desastre!
Y Albertito terminó exiliado en Montevideo.
Pero no la sacó nada barata. Don Gervasio se encargó de que así fuera: lo internó en una clínica siquiátrica que prometía "curar" al invertido y eliminar de sus hábitos las prácticas indecentes. Allí, la tortura a la que lo sometieron fue metódica y por demás cruel.
Primero probaron con el sicoanálisis, a través del cual pretendieron hacerle ver lo perverso de sus actos. No conformes con los resultados, probaron con terapias aversivas, consistentes en la administración endovenosa de drogas que inhibían el deseo sexual. Sin embargo, parece que esas drogas lograban que el "amigo" de Albertito no se pusiera firme pero las ganas no se le pasaban. La siguiente fase del "tratamiento" consistía en sesiones de electroshock. Y aquí está la razón por la que me acordé de esta historia.
Contaba Albertito que lo ataban con correas a una camilla y le ponía electrodos en la cabeza. Cuando accionaban el "switch", el dolor era indescriptible. La mejor de las películas de horror era un juego de niños en comparación con aquella tortura terapéutica. Él mismo decía que se había convertido en un vegetal. Y lo hubiera sido realmente si no fuera que los vegetales no se cagan ni se mean encima. Así estuvo durante más de ocho meses, hasta que un día otro interno le contó el caso de un muchachito al que lo habían castrado para que dejara de calentarse con los hombres.
- C'était trop fort! -se espantaba Albertito años después. Él solía mechar frases en francés en sus conversaciones para que todos supiéramos que era un dandy.
Según su versión, se escapó de la clínica tras concretar un perfecto plan de fuga y luego obligó a sus familia a levantarle el castigo. Pero lo cierto fue que don Gervasio no soportó la deshonra y estiró la pata, justo a tiempo para que su viuda pudiera salvar los testículos de su primogénito. No obstante, la condena continuó. Lo obligaron a trabajar y a contraer matrimonio con la hija del capataz de la estancia que la familia tenía en Canelones. Con los años, esta chica llegó a parir dos hijos hermosos que no se parecen en nada a los Lorenzo. El mismo Albertito sembró la duda:
- A esa negra pata sucia jamás la toqué ni con un palo.
No corrieron la misma suerte los peoncitos más tiernitos de la estancia. Y también hubo denuncias judiciales por las que, a finales de los sesenta, Albertito tuvo que regresar a Buenos Aires para no hacer olas.
¡La Felipa lo odió desde el primer día en que lo vio! Siempre tuvo mejor ojo clínico que yo. Durante la época de los milicos, dice que se lo encontró en una tetera. Tuvieron un "intercambio de palabras" y la Felipa le escupió un ojo. Albertito sacó un pañuelo de seda y se limpió la escupida mientras le decía:
- Sos muy poco educada, ma chérie. No te vendría nada mal que te enseñaran modales en el cuartel de unos amigos míos.
Hoy en día recuerdo aquellos años y llego a la conclusión de que todo ha cambiado para que todo siga igual.
Yo no soy quien para juzgar, pero estoy seguro de que Albertito se merecía aquellos padecimientos y mucho más. Sin embargo, sé de muchos otros jóvenes de los cincuentas para los cuales la electricidad representó un infierno más que una bendición tecnológica.
Esos jóvenes (no muy diferentes a los que hoy gozan de la libertad de ir a bailar a Ameri-k o de poder soñar con una historia de amor sin que el mundo se espante) hicieron de la neurosis su tabla de salvación. No fueron pocos los que, como Jorgito, se quitaron la vida. Quien más, quien menos, todos hemos pagado con infelicidad y angustia un delito que no hemos cometido sencillamente porque ser hombre y desear a otro hombre no es delito, ni pecado ni enfermedad.
Los profesionales involucrados en esas prácticas aberrantes con que pretendieron hacernos desaparecer fueron verdaderos nazis amparados como ratas detrás de sus tesis y sus bibliografías. Puedo verlos regodeándose en el sufrimiento de las víctimas de su exterminio, a sabiendas de que no existe cura para lo que no es enfermedad. Ya lo había dicho el mismo Freud: "El emprender la reconvención de un homosexual no resulta más esperanzador que el emprender la operación inversa, con la particularidad de que, por razones de índole práctica, esta última no se ha intentado nunca". El mismo Freud que también había afirmado que "la homosexualidad no es una ventaja, pero tampoco es algo de lo que uno deba avergonzarse". Claro que esos "profesionales" siempre estuvieron dispuestos a cagarse en todo, salvo en sus prejuicios.
El mundo siempre estuvo loco y, aún hoy, sigue creyendo que la única cordura posible es la heterosexual.
Como ya dije, después del "electroshock" desperté a los tres días. Para los médicos (que pronosticaban un severo daño neurológico sin tener en cuenta que mi cerebro YA está bastante quemado) se trató de un verdadero milagro. Para mí, en cambio (ajeno como soy a toda mística) me salvé de puto cabeza dura: pienso seguir en este mundo hasta que mis huesitos se hagan polvo ante un soplido. Y les puedo asegurar que ya han sobrevivido a varios huracanes.
Les juro que vi la luz blanca de la que tanto se habla. Pero ni borracho me dejaba seducir por algo tan evidente: ¿o acaso se creen que soy tan iluso como para pensar que voy a entrar en el paraíso? Si se enterara de mi experiencia, apuesto doble contra sencillo que Víctor Sueiro se mordería los codos de la envidia. ¡Miren si me voy a morir justo ahora que estoy en la flor de la edad! Además, ya se sabe que los viejos maricones somos resistentes a la electricidad.
Esto me trae a la cabeza una historia que me obliga a cambiar el rumbo y escribir sobre algo muy distinto a lo que tenía pensado para hoy.
Recuerdo el caso de Albertito Lorenzo Unzué, una marica afrancesada que iba muy por la vida sacando chapa de doble apellido (porque Lorenzo era su apellido paterno, hijo como era de don Gervasio Lorenzo Lamas, miembro encumbrado de la aristocracia terrateniente de aquellos años). Debo reconocer que Albertito no era un buen muchacho y que me entreveré con él por culpa de mi inexperiencia juvenil, deslumbrado por las luces del centro que me hicieron meter la pata y por lo lujos a los que accedíamos gracias al prestigio de su familia. Porque Albertito era algo así como un Isidorito Cañones, pero maricón y malicioso. Afortunadamente, quiso el destino (y mi amigo la Felipa que me abrió los ojos) que me apartara a tiempo de su lado. De otro modo, quién sabe lo que hubiera sido de mí. A juzgar por lo que fue de él, nada bueno me hubiera esperado.
Entre otras lindezas, sacándole el jugo a su título de abogado, Albertito se especializaba en defender a jóvenes convictos a los que les conseguía la libertad a cambio de servicios sexuales. Lo sé de primera mano por haber participado alguna vez de esas "aventuras". No me enorgullece pero... así es la vida.
El caso es que todo iba de perlas para él. Tenía dinero y diversión a granel. Incluso más de lo que necesitaba. Hasta que un día, uno de sus clientes le tendió una trampa.
A principios de los cuarenta, Albertito había hecho migas con Rómulo y con Horacio, otras dos maricas de abolengo que organizaban fiestitas privadas en las que "se mezclaba el rosa con el verde oliva", como dijeron las crónicas de la época. El cebo para asistir a esas festicholas era la concurrencia de jóvenes cadetes del ejército dispuestos a presentar batalla en todos los frentes y las retaguardias. Según cuentan, los cadetes iban "engañados" (juajuajuajuajuajuajua) por una bella modelo publicitaria de aquellos años que era la cara visible de un jabón de tocador muy popular. Cuando llegaban al departamento de Junín y Charcas, la chica se esfumaba y los dueños de casa los "invitaban" a participar de la reunión. Y muchos se quedaban. ¿Por qué? Vaya uno a saber: en todas las épocas hubo "curiosos" y tapados, jijijiji. Fuera como fuera, para asegurarse el silencio y la discresión de los que no se iban, Horacio y Rómulo los fotografiaban mostrando el potito con el solo atuendo de la gorra o las botas.
El desgraciado de Albertito jamás me invitó a una de esas fiestas.
En cambio, sí concurrió en compañía de Manuel, un rubiecito que en ese mismo año 42 había cumplido los dieciocho y acababa de pasar unos días en la cárcel por un delito menor. Según se cuenta, Manuelito se quedó muy traumado después de aquella experiencia en la cual lo "obligaron a hacer de mina" y, para vengarse, terminó batiendo todo a la policía.
¡No saben el revuelo que se armó! Hubo tribunal de guerra, juicio civil, escándalo nacional. Un chico llamado Jorge (con el que habíamos tenido una breve historia) se suicidó. Rómulo y Horacio fueron en cana. No sé cuántos cadetes y oficiales del ejército fueron dados de baja y arrestados. ¡Un desastre!
Y Albertito terminó exiliado en Montevideo.
Pero no la sacó nada barata. Don Gervasio se encargó de que así fuera: lo internó en una clínica siquiátrica que prometía "curar" al invertido y eliminar de sus hábitos las prácticas indecentes. Allí, la tortura a la que lo sometieron fue metódica y por demás cruel.
Primero probaron con el sicoanálisis, a través del cual pretendieron hacerle ver lo perverso de sus actos. No conformes con los resultados, probaron con terapias aversivas, consistentes en la administración endovenosa de drogas que inhibían el deseo sexual. Sin embargo, parece que esas drogas lograban que el "amigo" de Albertito no se pusiera firme pero las ganas no se le pasaban. La siguiente fase del "tratamiento" consistía en sesiones de electroshock. Y aquí está la razón por la que me acordé de esta historia.
Contaba Albertito que lo ataban con correas a una camilla y le ponía electrodos en la cabeza. Cuando accionaban el "switch", el dolor era indescriptible. La mejor de las películas de horror era un juego de niños en comparación con aquella tortura terapéutica. Él mismo decía que se había convertido en un vegetal. Y lo hubiera sido realmente si no fuera que los vegetales no se cagan ni se mean encima. Así estuvo durante más de ocho meses, hasta que un día otro interno le contó el caso de un muchachito al que lo habían castrado para que dejara de calentarse con los hombres.
- C'était trop fort! -se espantaba Albertito años después. Él solía mechar frases en francés en sus conversaciones para que todos supiéramos que era un dandy.
Según su versión, se escapó de la clínica tras concretar un perfecto plan de fuga y luego obligó a sus familia a levantarle el castigo. Pero lo cierto fue que don Gervasio no soportó la deshonra y estiró la pata, justo a tiempo para que su viuda pudiera salvar los testículos de su primogénito. No obstante, la condena continuó. Lo obligaron a trabajar y a contraer matrimonio con la hija del capataz de la estancia que la familia tenía en Canelones. Con los años, esta chica llegó a parir dos hijos hermosos que no se parecen en nada a los Lorenzo. El mismo Albertito sembró la duda:
- A esa negra pata sucia jamás la toqué ni con un palo.
No corrieron la misma suerte los peoncitos más tiernitos de la estancia. Y también hubo denuncias judiciales por las que, a finales de los sesenta, Albertito tuvo que regresar a Buenos Aires para no hacer olas.
¡La Felipa lo odió desde el primer día en que lo vio! Siempre tuvo mejor ojo clínico que yo. Durante la época de los milicos, dice que se lo encontró en una tetera. Tuvieron un "intercambio de palabras" y la Felipa le escupió un ojo. Albertito sacó un pañuelo de seda y se limpió la escupida mientras le decía:
- Sos muy poco educada, ma chérie. No te vendría nada mal que te enseñaran modales en el cuartel de unos amigos míos.
Hoy en día recuerdo aquellos años y llego a la conclusión de que todo ha cambiado para que todo siga igual.
Yo no soy quien para juzgar, pero estoy seguro de que Albertito se merecía aquellos padecimientos y mucho más. Sin embargo, sé de muchos otros jóvenes de los cincuentas para los cuales la electricidad representó un infierno más que una bendición tecnológica.
Esos jóvenes (no muy diferentes a los que hoy gozan de la libertad de ir a bailar a Ameri-k o de poder soñar con una historia de amor sin que el mundo se espante) hicieron de la neurosis su tabla de salvación. No fueron pocos los que, como Jorgito, se quitaron la vida. Quien más, quien menos, todos hemos pagado con infelicidad y angustia un delito que no hemos cometido sencillamente porque ser hombre y desear a otro hombre no es delito, ni pecado ni enfermedad.
Los profesionales involucrados en esas prácticas aberrantes con que pretendieron hacernos desaparecer fueron verdaderos nazis amparados como ratas detrás de sus tesis y sus bibliografías. Puedo verlos regodeándose en el sufrimiento de las víctimas de su exterminio, a sabiendas de que no existe cura para lo que no es enfermedad. Ya lo había dicho el mismo Freud: "El emprender la reconvención de un homosexual no resulta más esperanzador que el emprender la operación inversa, con la particularidad de que, por razones de índole práctica, esta última no se ha intentado nunca". El mismo Freud que también había afirmado que "la homosexualidad no es una ventaja, pero tampoco es algo de lo que uno deba avergonzarse". Claro que esos "profesionales" siempre estuvieron dispuestos a cagarse en todo, salvo en sus prejuicios.
El mundo siempre estuvo loco y, aún hoy, sigue creyendo que la única cordura posible es la heterosexual.